Parole, parole, parole…
Cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visión del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como común y compartido
— What do you read, my Lord?
— Words, Words, Words…
Estamos tan acostumbrados a suponer que la filosofía carece totalmente de efectividad que a veces nos pasa desapercibida la posibilidad de que pueda tener cierto interés para explicar algunos de los fenómenos sociales que nos ocurren, como es el caso del que a continuación señalaré.
Me refiero al hecho de que hoy las palabras son como dardos. Quien no quiere lastimar a sus semejantes tiene que andarse con muchísimo tiento a la hora de hablar, escribir o cantar. Quien quiera herirles, en cambio, lo tiene más fácil que nunca. Esto podría ser un síntoma de progreso civilizatorio y de buena educación, si implicase que ha aumentado nuestro cuidado de la palabra. Pero lo inquietante es que la hipersensibilidad discursiva coexiste con un desprecio inédito hacia la lengua (sintaxis y ortografía incluidas), a la que se ataca como responsable de los peores males de nuestro tiempo, y con un aumento de la tolerancia hacia el salvajismo verbal y hacia los bulos más descabellados. Y aquí es donde la filosofía puede dar algunas pistas.
Es sabido que el lenguaje fue el objeto privilegiado de la reflexión filosófica en el siglo XX. Durante la primera mitad se trató principalmente del lenguaje como representación verdadera (científica) o engañosa (ideológica) del mundo. Pero, en la segunda mitad, la filosofía redescubrió la dimensión retórica y poética del lenguaje. También los poetas hablan de un mundo pero, a la vez que lo describen, construyen ese mundo. Esto resalta la dimensión productiva de la palabra (no en vano nuestro vocablo “poesía” procede de una palabra griega que significa “producción”). Ciertamente, los mundos creados por los poetas son ficticios, pero ya los sofistas de la antigüedad descubrieron la eficacia de la palabra como instrumento para el ejercicio del poder y sugirieron que la realidad social no es más que una ficción hecha de palabras, pero en la que creen la mayoría de los hablantes, de manera que quien domine ese uso productivo de la palabra dominará, por ello, el mundo social.
El pensador británico J. L. Austin llamó la atención en 1955 sobre los enunciados que llamaba “performativos”, como “Sí, juro (o prometo)”, pronunciado en una ceremonia de investidura, o “Se abre la sesión”, pronunciado por el presidente de un tribunal, señalando que de ellas no puede decirse que sean verdaderas o falsas, sino únicamente afortunadas o desafortunadas (según consigan o no realizar la acción que enuncian). Para hacernos una idea de este tipo de eficacia verbal podríamos añadir a la lista el “¡Fuego!” gritado por el jefe del pelotón de fusilamiento. Desde entonces, los términos “performativo” y “performatividad” se han convertido en bandera de esta función creativa del lenguaje que hoy reivindican tanto los artistas como los activistas políticos (pasando por alto, todo hay que decirlo, que Austin nunca pensó esas expresiones como fórmulas mágicas capaces de crear por sí mismas hechos extradiscursivos, y que su eficacia no depende de las palabras mismas, sino de las situaciones jurídicas en las que se emiten). A partir de la década de 1960, una influyente corriente de la filosofía francesa sostuvo que realidades tales como la sexualidad, la enfermedad mental o la delincuencia son “hechos discursivos” producidos por los discursos médicos, jurídicos, policiales, religiosos o políticos que generan “efectos de verdad” (o sea, que se trata de una suerte de “fantasmas” creados por las palabras que nos hacen creer en la existencia de tales cosas), y que la insistencia en una realidad exterior al discurso era un vicio metafísico del que había que desprenderse.
Este tipo de doctrinas atravesaron el Atlántico etiquetadas como “teoría” para instalarse en las universidades norteamericanas, y desde allí fueron reexportadas a Europa a finales del siglo pasado transmutadas en “práctica”. Desde entonces, se han convertido en inspiración de muchas de las políticas públicas de los poderes institucionalizados. Y esto, al menos en parte, explica la coyuntura presente.
Si reducimos las cosas —al menos las cosas sociales— a “hechos discursivos” producidos por las palabras que hablan de ellas, se siguen dos consecuencias inevitables. La primera es que no hay cosas propiamente dichas, ya que su dependencia de las pugnas discursivas entre interlocutores rivales hace que tengan tan poca consistencia y sean tan maleables, etéreas e ingrávidas como las pompas de jabón de las que hablaba el poeta: pueden disolverse en la nada al menor efecto de discurso. De ahí la facilidad con la que, en nuestros días, pueden construirse cosas o “hechos alternativos”. La segunda es que quien piensa que son las palabras las que hacen las cosas ha de tener muchísimo cuidado con lo que dice: llamar a alguien “enfermo” puede causarle una enfermedad. Por este procedimiento se corre el riesgo de que el tratamiento de los enfermos se convierta en algo secundario con respecto al cuidado del vocabulario que los designa, del mismo modo que hoy los vendedores nos suplican que valoremos con un sobresaliente la atención verbal que nos han prestado, aunque la mercancía que nos han vendido esté averiada. Las mejores palabras duelen como aguijones y se castigan como puñaladas, mientras que las peores cosas se toleran o se pasan por alto con el desprecio y el escepticismo de quien sólo las considera relativamente reales. Sin duda, combatir, regular o prohibir los discursos y las palabras es mucho más fácil que combatir las injusticias, pero también es mucho más ineficaz, pues ello desembocará en un orden en el que las prácticas discursivas estarán asfixiantemente hiperreguladas, pero no evitará que la realidad siga siendo injusta, que los enfermos sigan estando enfermos o que las mercancías sigan estando averiadas.
Esa visión de la política como práctica discursiva que pretende producir “performativamente” (o sea, mediante el discurso) cambios en la normatividad social no es nueva: los ministerios de propaganda la venían practicando desde su creación, por no remontarnos a las épocas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aunque hay que reconocer que la propaganda política se ha ennoblecido notablemente al convertirse en asesoría de comunicación con fundamento académico. Pero cuando la palabra se convierte en un instrumento de poder para intentar imponer al adversario nuestra visión del mundo o rechazar la suya, se pierde su referencia a un mundo reconocido como común y compartido, lo cual no solamente hace que las disputas sean irresolubles sino que convierte la discusión pública en una mera lucha por un poder desnudo y abstracto en la que sólo resuenan los nombres propios, vaciando enteramente de sentido el resto del lenguaje, que pierde por esta vía todo su crédito y toda su capacidad de producir entendimiento entre los hombres. Al final de la contienda, y aunque no haya un vencedor claro, es posible que las cosas (acerca de las que presuntamente se trataba en la disputa) hayan sido enteramente destruidas o abandonadas y que las palabras que se decían inspiradas en ellas yazgan desperdigadas entre los desechos como armaduras huecas de una lengua muerta.
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