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tribuna
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El miembro fantasma del autoritarismo

Construir una sociedad más justa pasa por reconocer nuestros malestares para no dejar que el miedo y la rabia, principales elementos a los que apelan el neofascismo y la ultraderecha, nos fagociten

Marcha neonazi Madrid
Manifestación neofascista en Madrid en febrero de 2021.Víctor Lerena (EFE)
Amanda Mauri

El autoritarismo es un patio de colegio: el matón actúa movido por el miedo —al rechazo, a la soledad, a la ridiculización— o por la rabia de haber sufrido, él mismo, violencias e injusticias. Para la filósofa feminista Eva von Redecker, el miedo y la rabia son los principales sentimientos a los que apelan los discursos neofascistas, populistas y de ultraderecha para fagocitar a sus seguidores. En ambos casos, patio de colegio y retórica ultra, el abusador se siente amenazado. Pero, también en ambos casos, la amenaza es engañosa, o está mal situada. En su ensayo Ownership’s Shadow: Neoauthoritarianism as Defense of Phantom Possession, Von Redecker propone entender esta sensación de amenaza como un sentimiento de pérdida. Acuña el término “posesión fantasma” para explicar las dinámicas paranoicas y mal dirigidas del autoritarismo. Como ocurre con el síndrome del miembro fantasma, los adeptos del autoritarismo sienten un coletazo de dolor, una añoranza rabiosa por la posesión perdida. Y, por qué no, también ven fantasmas donde no los hay.

Un duelo inacabado por una pérdida espectral. Es más: un duelo inacabable. Para que la fantasía del autoritarismo funcione, es necesario que el chivo expiatorio nunca muera, que el miedo no se disipe, que la posesión no se recupere. Fantasmas condenados a vagar en la eternidad. ¿Y qué encontraríamos tras sus mantos blancos, tras sus demacradas máscaras? ¿Qué creen haber perdido quienes se lamentan, se sulfuran, se crecen? Queda patente en los ataques constantes a la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, en las agresiones homófobas o en la criminalización sistemática de menores migrantes. Ellos —los sujetos del autoritarismo— creen haber perdido el derecho a disponer de ciertos cuerpos, a decidir las reglas del juego. A ser temidos. Porque, como el niño abusón del instituto, creen que el único modo de librarse del miedo es contagiándolo.

Cabe preguntarnos si este duelo afecta sólo a neofascistas y votantes de la ultraderecha. O si, tal vez, es algo que nos afecta a todos. Es cierto que se manifiesta de forma explícita en las posturas reaccionarias y en los discursos de odio. Pero puede que lo que Von Redecker diagnostica como “posesión fantasma” no sea el duelo en sí, sino la conjugación de ese duelo con determinadas ideologías: conjugado con el racismo, la misoginia o la transfobia, producirá individuos intolerantes y discriminatorios que verán la libertad colectiva como un ataque personal. ¿Pero acaso no hay un cierto sentimiento de pérdida que condiciona nuestra percepción de forma más general?

Tengo 26 años. Hablo desde una generación que creció bajo el signo de la crisis económica y la precarización laboral, resignados a escuchar que el mundo que heredamos está agotado. Herencia perdida… ¿posesión fantasma? Algunos sienten que les han quitado más de lo que ganarán, otras creemos que aún tenemos mucho que cobrarnos. Eso depende del punto de vista, o de partida, del cuerpo desde el que se habla, de las conjugaciones propias. Sin embargo, la sensación de pérdida nos atraviesa a todos. Y, también, el miedo a seguir perdiendo, o a no recuperar nada.

Desde este enclave generacional, el futuro parece cubierto por una nostalgia irresoluble. Por un lado, añoramos lo que nos aseguran que ya no tendremos; por otro, tememos no tener adónde dirigirnos. Puede sonar abstracto, pero basta asomarse a las estadísticas para corroborar los problemas de salud mental que afectan a los jóvenes. Ansiedad, depresión, trastornos de conducta alimentaria. O, dicho de otro modo: la angustia de no haber sabido retener lo que nuestras familias lucharon por conseguir; la apatía que adoptamos al ver cómo el orden establecido (aquel “estudia y todo te irá bien”) se desmoronaba con los despidos de nuestros padres; el desprecio autoinfligido al sentir el fracaso en nuestro cuerpo. Todo ello ha tenido y sigue teniendo consecuencias muy concretas, tanto materiales como psíquicas. En el peor de los casos, nos convierte en caldo de cultivo para el odio; o en carne de cañón.

La sección de Opinión de The New York Times compartió recientemente un cortometraje del documentalista polaco Bartlomiej Zmuda titulado What Do You Fear the Most? “That I’m not Who I Should Be” que ilustra con elocuencia esta realidad. Zmuda no se limita a una franja de edad concreta, pero sí refleja un momento histórico, social y psicológico arraigado en el malestar y la incertidumbre. El corto recoge las respuestas de varios residentes de Varsovia a la pregunta ¿cuál es tu mayor temor? Las confesiones resultan sobrecogedoras, por precisas y honestas, y no es de extrañar que dos miedos recurrentes sean el fracaso y la soledad. La pérdida, al fin y al cabo. Está claro que no podemos cederle el monopolio del miedo al autoritarismo. Frente al odio, debemos hacer todo lo contrario: reconocer nuestros malestares, compartir nuestros fantasmas. Construir una sociedad justa y libre también pasa por ahí.

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