La ultraderecha sigue ahí
La victoria de Macron no disfraza el ascenso de la ultraderecha y su amenaza para el sistema democrático
Tras cinco años en el poder, Emmanuel Macron revalidó el domingo la presidencia de Francia, pero la candidata de extrema derecha, Marine Le Pen, no solo volvió a competir en la segunda vuelta, sino que avanzó siete puntos hasta lograr la cifra histórica del 41,46% de los sufragios. El ascenso es innegable y la alarma está justificada en Francia y en el resto de Europa. La consecuencia más importante de su empuje es la erosión del cordón sanitario que aspira a reducir su impacto. El dato de participación ha sido otro de los elementos que han hecho saltar todas las alarmas. La expresión de la creciente desconfianza ciudadana y el rechazo al duelo Macron-Le Pen tuvo su reflejo más evidente en esos casi 16,7 millones de personas que optaron por la abstención, el voto en blanco o nulo durante la segunda vuelta. Lo que refleja esta cifra es que el pacto republicano ha perdido solidez con respecto al primer enfrentamiento de ambos candidatos, en 2017.
Macron admitió durante la noche electoral que parte de sus votos fueron en realidad apoyos para bloquear a su oponente, no un voto de adhesión. Esto quiere decir que lo que se ha instalado en Francia es una forma de política en la que lo único que parece importar es lo que hay que evitar. Pero ninguna democracia puede sobrevivir bajo esa lógica defensiva de resistencia. Es el menos malo de los sistemas políticos precisamente porque asegura el control del poder, que es lo que quieren eliminar los populismos de la derecha. Aspira a la igualdad política y sus sociedades digieren cada vez peor las diferencias económicas. Esta es una de las causas que explican el ascenso de la extrema derecha: en una sociedad en la que la brecha entre ganadores y perdedores aumenta, quien se siente humillado y fuera de juego se rebela votando a quienes más se oponen al sistema. El abrumador apoyo recibido por Le Pen en 30 departamentos frente a los dos en los que quedó en primera posición en 2017 (Aisne y Paso de Calais) indica que la victoria de Macron suena a advertencia en un país más polarizado que nunca, especialmente desde el punto de vista geográfico. La noche de su victoria, Macron dijo que los resultados le obligaban a “considerar todas las dificultades y las vidas vividas, y responder con eficacia a las cóleras que se han expresado”. Este reconocimiento implica que el presidente de la República asume que deberá no solo cambiar su forma de ejercer el poder, tildada por muchos analistas de autoritaria, sino que tendrá que abrir también su horizonte más allá de su campo cómplice e integrar a otras sensibilidades políticas.
Ese es el objetivo más inmediato para las elecciones legislativas que se celebrarán los próximos 12 y 19 de junio: que el presidente abandone su solipsismo. Francia no ha resuelto el problema de Le Pen. Está por ver si con vistas al tercer asalto para decidir la gobernabilidad del país, los oponentes de Macron consiguen una mayoría que pueda tumbar sus políticas, o si Macron tendrá la suficiente fuerza como para entrar en algún tipo de pacto con otros partidos para evitar la cohabitación con los extremos. Pero aun reconociendo la importancia de que Macron cambie su metodología en el ejercicio del poder, la mejor manera de combatir a la extrema derecha es en el campo de las ideas y las propuestas frente a las crisis que afectan a mayorías hoy democráticamente desmotivadas. La extrema derecha continúa su peligroso avance y normalización dentro y fuera de Francia. Las quiebras sobre las que crece, tanto como la ira que las nutre, siguen ahí. Parados y obreros han votado en masa a Le Pen. La potencia de la respuesta democrática a los problemas y angustias de las mayorías sociales será la primera arma de combate contra la función de la ultraderecha como refugio de la rebeldía y el descontento.
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