Regular el deseo
Es fundamental que las mujeres reivindiquen su deseo, y el derecho —aún más— a tomar la iniciativa, pero no debe hacerse a expensas de la voluntad, la única facultad que admite un reconocimiento legal
En 1956, el gran director de cine japonés Kenji Mizoguchi estrenó una película que hoy algunos verán con cierta incomodidad. Se llama La calle de la vergüenza y narra la vida de seis mujeres que trabajan en un prostíbulo en el momento en el que el Parlamento de Japón debate la abolición de la prostitución. Las sesiones parlamentarias penden como una amenaza sobre esa extraña “familia” —así la presenta Mizoguchi— que forman prostitutas, clientes y patrones. Ante el cierre inminente del local, las mujeres toman diferentes decisiones. Una de ellas abandona a sus compañeras para cumplir el sueño de su vida: volver al pueblo, casarse con su novio y tener hijos; otra hace lo propio, pero para independizarse de los hombres y trabajar en una de las fábricas que han abierto los americanos. Las dos acaban volviendo desencantadas y humilladas: es preferible un cliente por horas que un marido celoso, tiránico y vulgar; es mucho más humano y tolerante el patrón de El País de los Sueños, nombre del burdel, que el de la fría y extenuante cadena de montaje; son preferibles, desde luego, las compañeras del prostíbulo que la soledad del matrimonio o la del trabajo industrial. La película, excelente, no defiende la prostitución; se acerca lo suficiente a las prostitutas como para que escuchemos latir sus corazones y admiremos a veces su coraje. O la defiende, sí, frente a alternativas mucho más deshumanizadoras en un mundo en el que la libertad en general es una ficción y la de la mujer una ficción encogida y difícil.
La llamada ley del solo sí es sí no es ni tan mala ni tan buena como dicen sus detractores y defensores: es una reforma de la ley de violencia de género, fruto de un debate exterior más interesante que la ley misma, en la que quedan, sin embargo, algunos rastros y huellas. Tiene, por ejemplo, un nombre enfático (Ley de Garantía Integral de la Libertad Sexual) que no se corresponde con su contenido, mucho más modesto, pero que de algún modo dibuja el marco peligrosamente utópico del que ha nacido y que a veces asoma en los artículos más polémicos. Lo que conecta la indistinción abuso/agresión, la penalización de los piropos o la prohibición de la publicidad de servicios sexuales es, digamos, la fórmula del “consentimiento afirmativo”, asociada a una “integral garantía de la libertad sexual” que paradójicamente deja fuera —pero no solo— el tipo de decisiones que toman los personajes femeninos de Mizoguchi.
Me explico. Hay dos maneras, a mi juicio, de garantizar la libertad sexual. Una es la que sugirió el marqués de Sade a finales del siglo XVIII: la de declarar por decreto la obligatoria disponibilidad recíproca de todos los cuerpos, lo que implica, naturalmente, la prohibición de decir no al deseo del otro; y también, por tanto, la abolición de hecho de la prostitución. “Todos a disposición de todos”, reclamó el revolucionario libertino desde cinco cárceles de Francia, una opción que tendría la ventaja, dice, de favorecer a los hombres y mujeres menos agraciados, menos atractivos y menos pudientes. La otra manera es la que —del judeocristianismo al budismo— han tratado de acreditar e imponer las religiones: la libertad sexual entendida como un liberarse de la sexualidad misma o, si se quiere, como la prohibición de decir sí al deseo del otro y, más radicalmente, al propio deseo. Las dos opciones —todos para todos, nadie para nadie— coinciden en proponer una solución totalitaria a un problema que, sin embargo, no se puede ignorar.
Hay en realidad una tercera, la —digamos— “liberal”, que consiste en dar la palabra a una ficción individual, la voluntad, de manera que la ley no pueda imponer ni prohibir nada en materia sexual allí donde exista el consentimiento recíproco. Ahora bien, importa subrayar que este consentimiento solo puede ser el de la voluntad, abstracción hecha, como en el caso de un contrato legal o del voto electoral, de los factores sociales, familiares o religiosos que la han construido. Naturalmente, habrá que luchar para que las condiciones en que se firma un contrato, se emite un voto o se secunda una propuesta sexual sean lo más libres posibles; y habrá que distinguir, por eso mismo, entre el chantaje, la intimidación, la violencia explícita y el libre consentimiento. Como la voluntad es una ficción o, si se quiere, una construcción, puede ser difícil a veces para un juez determinar hasta qué punto el consentimiento ha sido convencionalmente “libre” —y más si se deja llevar por un sesgo de género— pero nadie puede negar lo que ha supuesto para el feminismo o, lo que es lo mismo, para la liberación de la humanidad, el reconocimiento en la mujer, a igual título que en el hombre, de esa ficción llamada voluntad.
Creo que el Derecho no puede ir más allá sin peligro. En torno a la ley del solo sí es sí se ha generado un debate, sin embargo, cuyo presupuesto es la reivindicación del deseo como única base ética y legal de un “verdadero” consentimiento. Feministas de mucho prestigio, como Clara Serra, Nuria Alabao o Laura Macaya han insistido en la paradójica pasivización de la mujer que acompaña al concepto de “consentimiento afirmativo” así formulado: recuerda a los carnets de baile de los personajes femeninos de Jane Austen, que aguardaban en un rincón las propuestas de los pretendientes. Pero junto a esta crítica atinadísima, hay que decir que la formulación del “consentimiento afirmativo” (con todos esos ambiguos y exaltados “actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes”) apunta además al horizonte del deseo y no al de la voluntad, por mucho que el artículo, por imperativo jurídico, utilice este último término. Desde luego, los elogios triunfalistas con que sus propias artífices han recibido la aprobación de la ley (“sustituye el miedo por el deseo”) así lo indican. El problema es que el espectro utópico del deseo como regulador ético y jurídico de las relaciones sexuales, en sustitución de la voluntad, materializa paradójicamente una lógica hipercontractual que no hace al mundo más libertino sino —si se quiere— más religioso. Durante siglos, el patriarcado localizó la dignidad de la mujer en la maternidad, de manera que solo podía usar sexualmente su cuerpo con vistas a la reproducción. Ahora, una parte del feminismo la localiza en el deseo y en el placer. La maternidad es buena y bonita; el deseo correspondido y el placer también. Lo que me parece peligroso es identificar la dignidad con un uso exclusivo e ideal de los genitales, y ello hasta el punto de despreciar, condenar o incluso penalizar, como indignos o criminales, cualesquiera otros usos que la voluntad de la mujer, y no su deseo, quiera dar al consentimiento sexual. Esta “utopía del deseo puro”, muy presente en ciertos feminismos, explica el pulso punitivista y abolicionista que atraviesa tímidamente la ley; si el sexo sin deseo es indigno y no libre, criminalizamos el fingimiento generoso de una mujer que responde por amor a las caricias de su pareja, el mal polvo consentido de una noche de borrachera y, desde luego, la “libre” decisión de una trabajadora sexual que no quiere trabajar en un call center.
Es fundamental que las mujeres reivindiquen su deseo, y el derecho —aún más— a tomar la iniciativa, pero es peligroso que se haga a expensas de la voluntad, la única facultad que admite, a mi juicio, un reconocimiento legal. La voluntad es libre, el deseo no. Tan hermoso es ser libre como estar encadenado a otro cuerpo; es más hermoso probablemente estar encadenado a otro cuerpo. Lo más hermoso de todo es ese domingo de sol en el que que la voluntad y el deseo coinciden por fin en otros brazos. Pero conviene no confundir las dos cosas. En el mejor mundo posible, no lo olvidemos, la sexualidad seguirá siendo oscura, dolorosa, insatisfactoria; y un ambiguo instrumento de poder. Una utopía deseante solo puede ser totalitaria: la del marqués de Sade, en la que el deseo propio anula la voluntad, o la de la religión, en la que la voluntad de Dios anula todo deseo. Ahí en medio está la “libertad”, insegura y amañada, que incluye siempre el riesgo de equivocarse y el de no alcanzar nunca verdadera satisfacción.
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