Banquetes
En los simposios se bebe siempre vino e inspirados por el licor los concurrentes debaten sobre el amor y sus diversas formas, sobre la amistad o sobre los consuelos del arte. Nada sobre política


Reconozco que cuando me llega una invitación para un simposio suelto inmediatamente un bostezo. Solía pasarme ya de joven, pero ahora se me ha agravado esta propensión. Cuando estoy solo nunca me aburro, pero en cuanto me proponen compañía, sobre todo si es docta, académica y de mi gremio, noto un retortijón de hastío. Culpa mía, por supuesto, y de nadie más. Sin embargo, reconozco que esa palabra, simposio, tiene ecos muy gratos para cualquiera que guarde reminiscencias clásicas, aunque sean tan culpablemente insuficientes como las mías. En otro tiempo… en Atenas… en la antigua Roma… en la utópica Isla de los Felices… Sí, ha habido simposios que verdaderamente merecieron la pena o por lo menos eso dicen Platón, Jenofonte, Luciano, Plutarco… De ellos da cuenta el maestro Carlos García Gual en su libro Simposios y banquetes griegos (Alfabeto), gracias al cual podemos escuchar a Sócrates o Aristófanes, burlarnos con el satírico Luciano de los filósofos fatuos y pendencieros o invitar a las más bellas hetairas (por favor, no se amontonen) a compartir nuestro triclinio. En los simposios se bebe siempre vino, más o menos aguado según el tono que se pretenda alcanzar, e inspirados por el licor (la sobriedad no inspira nada, por eso puede llegar a ser obligatoria) los concurrentes debaten sobre el amor y sus diversas formas, sobre la amistad o sobre los consuelos del arte. Nada sobre política, nada sobre ciencia y lógica. La forma más radical pero no desdeñable del simposio es la orgía, porque en ella se practica más de lo que se discute. García Gual menciona la que se cuenta en Quo vadis? de Sienkiewicz, yo añadiría la que aparece en Afrodita de Pierre Loüys. Y suscribo el precepto citado por Luciano: “Odio beber con quien recuerda”.
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