Una generación castigada
La crisis de 2008, la pandemia de 2020 y la guerra de 2022 no pueden cortar las expectativas de cuajo de las nuevas generaciones
Una carta al director de EL PAÍS en 2005, firmada por una mujer de 27 años llamada Carolina Alguacil, acertó a dar nombre a una generación, los mileuristas. Denunciaba en aquella carta la escasez en la que sobrevivía una generación de jóvenes cuyos sueldos no rebasaban los 1.000 euros. Poco después, hubo que inventar la palabra nimileuristas porque las cosas empeoraron de golpe con la gestión de la Gran Recesión a partir de 2008. Después ha llegado la pandemia y desde febrero, los efectos corrosivos y ya patentes de la guerra en Ucrania. El domingo pasado, Carolina volvió a las páginas de este periódico en una entrevista. Ahora tiene 44 años, un empleo fijo y dice que le va bien, pero que tiene sobre el futuro de su hija la misma incertidumbre que la impulsó a escribir aquella carta cuando empezaba el nuevo siglo.
Recesión, pandemia y guerra. España estaba peor preparada que otras sociedades europeas para resistir tres golpes consecutivos que han quebrado entre los jóvenes expectativas, planes de futuro o incluso algo tan elemental como la confianza en la propia capacidad para mejorar de vida. Antes de la pandemia, la tasa de pobreza de nuestro país entre los menores de 30 años afectaba a uno de cada tres, uno de los índices más altos de la Unión Europea. Con la pandemia, el daño volvió a recaer en ellos y su diferencial de pobreza respecto a los adultos se ensanchó: la falta de equidad intergeneracional siguió siendo un problema de nuestro sistema de bienestar. Tras los confinamientos, un 16% de los jóvenes en el mundo dejaron de trabajar, según la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Pero España alcanzó en 2019 unos datos de desempleo juvenil del 43,9%, la cifra más alta de toda la Unión Europea.
También los hábitos de vida se ven directamente afectados. Los porcentajes de jóvenes que en España siguen viviendo con sus padres (en 2019 era del 64,5%) están muy lejos de las cifras medias de países con los que nos medimos y no han dejado de empeorar. La vivienda sigue siendo un problema crónico que lastra su autonomía y reduce su capacidad de independencia funcional y vital. No hay datos seguros sobre la cicatriz educativa que ha dejado la pandemia en los hogares con menos conectividad a internet y con menos recursos, pero los estudios avanzan que la brecha ha reforzado sin duda la ya alta desigualdad de partida.
Aunque para la mayoría su infancia haya sido probablemente mejor que la de sus padres, a lo largo de los últimos años han ido sumando un obstáculo tras otro hasta cuajar un empobrecimiento material y de expectativas. La última señal de alarma señala los crecientes problemas de salud mental entre los jóvenes. Es verdad que el abandono escolar temprano ha seguido descendiendo, que por fin se invierte en formación profesional y que habrá que ver cómo mejoran su situación los aspectos de la reforma laboral que facilitan la contratación juvenil. Una sociedad moderna y desarrollada, un país como España, debe poner y mantener en el frontispicio de sus preocupaciones el acceso y la dignificación del trabajo y las expectativas de los jóvenes.
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