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Tribuna
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La suspicacia metódica

Si, como insinúa Montaigne, la voluntad última de todo escritor es entenderse y expresarse a sí mismo, Joan Fuster, cuyo centenario se cumple este año, lo consiguió a base de centenares de miles de páginas que son su autorretrato

Centenario Joan Fuster

“A mí me parieron impertinente, e impertinente soy, no puedo evitarlo”. Así se definió Joan Fuster, ante Montserrat Roig, en una entrevista televisada. Y no se equivocaba. No podía evitarlo, y es probable que tampoco quisiera, porque esa fatalidad suya es una de las que más pronto saltan a la vista en sus textos, tan fresca, descarada e insurgente hoy mismo como en el momento en que los escribió, para delicia de sus lectores.

Joan Fuster (Sueca, País Valenciano, 1922-1992) nació hace 100 años y murió hace 30. Las efemérides son sagradas, y este año se celebra la conmemoración oficial de su nacimiento en la Comunidad Valenciana, Cataluña (donde publicó la mayor parte de su obra) y las Baleares, con el fin de divulgar su figura y ponderar su vigencia. No es fácil resumir la trayectoria de alguien que publicó 60 libros y más de 3.500 (envidiable cifra) artículos de prensa. Críticos severos —y hasta rivales literarios, como Joan Ferraté— le consideraron como el mejor prosista de ideas que ha conocido la literatura en catalán, el más nítido, el más versátil e incisivo, y el más ameno. Son cualidades que también brillan en sus numerosos artículos en castellano, que convendría exhumar. El columnismo de prensa quizá sea el género literario más representativo del siglo XX (al decir de González Ruano), pero su carácter fungible, que tan sugestivo lo hace en el día a día, limita su perduración. Que los artículos de Fuster se mantengan vivos y refrescantes aún hoy dice mucho de su destreza letrada, pero conocer sus circunstancias también ayuda a disfrutarlos.

Mientras vivió, su influencia fue muy considerable, incluso en política. Un libro suyo, Nosaltres els valencians (1962), redefinió el tímido valencianismo político emergente durante los últimos años del franquismo. Junto con otro, El País Valenciano, del mismo año, provocó una airada polémica, que aún dura, que sumó en su contra a los partidarios del regionalismo bien entendido y los de la España eterna. Desde campañas de injurias en la prensa del régimen hasta dos atentados con bomba, hubo de todo. Joan Fuster defendía y documentaba la catalanidad básica —lingüística y cultural— de los valencianos y propugnaba la conveniencia de un proyecto común, los Países Catalanes, para esa comunidad lingüística. Eran ideas que tuvieron una repercusión política más bien escasa a la larga, pero incidieron profundamente en el debate intelectual de los tres territorios de habla catalana del Estado. Por lo demás, Fuster no era un político, ni siquiera exactamente un ideólogo, ni mucho menos un intelectual orgánico, sino un crítico independiente, un verso libre, atento, sagaz y suspicaz, cada vez más irritado ante la politiquería improvisada y maniobrera de una democracia pactada y pacata, que a su parecer degradó la esperanza de un verdadero cambio. En ese ámbito, fue a menudo feroz. Durante la Transición, cuando ya se podía escribir con relativa libertad, fue un personaje muy incómodo.

Su visión del nacionalismo era ambivalente. Execraba los nacionalismos de Estado, encubiertos o no, pero comprendía —y creía necesarios— los nacionalismos defensivos, como escudo de las minorías subalternas. No es extraño que, al morir, se publicaran dos antologías de sus textos sobre el tema de signos muy diversos: Contra el nacionalismo y Contra el nacionalismo español. Ambos títulos, juntos, lo dicen todo. Tras pasar fugazmente por las baquetas de la Falange en su primera juventud (“crecí intelectualmente en la ignorancia total y en la intoxicación doctrinaria de la dictadura”), Fuster militó en la izquierda desconfiada, practicó un marxismo superficial y dubitativo —más influido por Gramsci que por Marx— y fue y se consideró a sí mismo un liberalote con ciertos pujos ácratas (“el poder cambia de manos, pero raramente vacila”. “Si en este mundo hay algo intrínsecamente malvado, es, sin duda, el Estado”).

En realidad, Joan Fuster quiso ser y fue siempre un ensayista en la clara estirpe de Montaigne. Ensayos fueron sus versos —líricos, rabiosos o angustiados—, sus estupendos aforismos —tan ácidos como los de Cioran, pero menos teatrales—, sus estudios históricos, sus libros de crítica literaria y artística, sus guías de viaje y hasta sus trabajos aparentemente eruditos. En sus mejores años —los cincuenta y sesenta del siglo pasado—, sus textos, en diarios o en libros, eran un compendio de ironía docta y sonriente que incitaba al descreimiento, la ponderación y el debate sobre todo lo humano y lo divino, sin mediaciones ni prejuicios, dentro de lo posible (porque la censura, siempre vigilante, se podía circundar, pero no obviar).

Para Fuster, el ensayo es “literatura de ideas o no es”. Las ideas están para agitarlas, ver hasta dónde llegan y por qué, y el escepticismo es un método que, a partir de una desconfianza ecuménica, no pretende abolir un principio de verdad, pero sí depurarlo. “Convicciones es preciso tener, pero pocas”. En cambio, las nociones provisionales del pensador desconfiado “no hacen milagros, pero tampoco provocan hecatombes”. El objetivo del debate —que se desea civilizado— es “que quede un saldo positivo de distensión y progreso”. En un ambiente tan proclive al dogmatismo circunflejo como el que Fuster tuvo que vivir, su ensayismo fue un buen desinfectante. Muy insolente —tanto como le dejaron— pero eficaz.

Si el ensayo es literatura de ideas, estas, las ideas, son el propósito del ejercicio, que siempre es una indagación irónicamente recelosa, pero su fundamento es literario. Fuster es un gran escritor, y precisamente eso es lo que lo hace persuasivo. Su estilo es ebullescente, su crapulosa adjetivación es memorable y su excitante fraseo de jazzman inspirado es inimitable: ágil, inquieto, revoltoso, juguetón, extraordinariamente mordaz y muy ameno. Le gustan las metáforas, sobre todo las inesperadas y las degradantes, las frases lapidarias y los exabruptos abrasivos. Como polemista, es rápido y letal. Puede ser deslumbrante y siempre es divertido. Nunca olvida que la primera obligación de un escritor es hacerse leer, y sus textos, breves o muy extensos, siempre cumplen ese objetivo. Es imantador.

Sus temas abarcan el mundo, porque quiere entenderlo. Su estilo nos habla de él, que también quiere entenderse. Si, como insinúa Montaigne, la voluntad última de todo escritor es entenderse y expresarse a sí mismo, Fuster lo consiguió a base de centenares de miles de páginas que son su autorretrato. Alguien que, aparte de amar hasta la obsesión a su país y a su gente, intentó comprenderse a sí mismo y su mundo, sin dar nada por supuesto y sin contemplaciones. Como los viejos humanistas, sobre los que ironizaba, porque no fueron lo bastante suspicaces, y a los que admiraba, porque intentaron serlo, defendió ese territorio asediado de lo razonable y de lo humano, “en toda la plenitud de sus derechos libertades” con armas y dientes.

“Hay quien es abogado, o maestro, o político, u obispo, o poeta, o labrador. Mi profesión, en cambio, es la de ser Joan Fuster”. La lista es significativa. Creo que a Fuster no le hubiera disgustado demasiado ser ninguna de esas cosas (y de hecho fue algunas), pero somos irrepetibles, y él tuvo que resignarse, no sin humor, a ser quien era. De eso escribió y es su originalidad. Es todo un espectáculo.


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