Encrucijadas al límite
La inercia y la politiquería parecerían ser la peor ruta en la que seguir reincidiendo
La confianza/desconfianza entre las personas es un componente esencial en las relaciones humanas. Desde una familia hasta una sociedad más amplia, eso explica y sustenta la capacidad/incapacidad de generar espacios de convivencia y de emprender ciertas metas y proyectos comunes. Por eso, cuando prevalece la desconfianza se encienden luces de alarma que deben ser atendidas con prioridad y atención.
Hay, en este ámbito, graves y muy preocupantes indicadores en las sociedades de la región. Estas no solo no están siendo adecuadamente atendidos, sino que se están agravando en el contexto de los efectos económicos, sociales e institucionales de la pandemia. Proceso que ha golpeado a la región latinoamericana más que a cualquier otra del mundo (con solo el 8% de la población mundial, el 30% de los fallecimientos). Si el contexto institucional de cambios gubernamentales en la región durante los últimos dos años por la vía electoral -y no por golpes de Estado- da cuenta de un marco saludable que no se podría considerar “agotado”, son muchísimas las señales de alarma que se presentan y que se han acentuado en el último año.
Como pocos informes, el último publicado por Latinobarómetro sobre el 2021 aporta varios elementos de información y análisis que deberían haber merecido más atención dada la gravedad y profundidad de varios elementos críticos que abren preguntas de fondo sobre el descontento prevaleciente y el futuro de nuestras democracias. Una bomba de tiempo subyace en nuestra geografía y para desactivarla hace falta mucho más que buenos deseos.
Sin perjuicio de lo positivo de que las sucesiones gubernamentales y parlamentarias se vengan dando por la vía electoral, Latinobarómetro destaca, con razón, lo crítico del contexto económico, social e institucional. Esto se ha traducido en varios espacios de agudización y profundización de procesos críticos que se arrastraban de atrás así como en la reversión de algunos avances logrados a principios del siglo. Como, por ejemplo, la reversión de mucho de lo logrado en disminución de la pobreza; post-pandemia hay 50 millones de personas que cayeron de la condición de clase media a la de pobreza. Volumen sin precedentes, casi sísmico, de regresión.
Son numerosos los espacios en los que se manifiesta la actual crisis, pero en ello destacan tres.
Primero, el efecto humano, político e institucional de la regresión en la reducción de la pobreza y el golpe que significa para la clase media. Francis Fukuyama ha trabajado como nadie las consecuencias de cuando la clase media se siente afectada entre las que destaca su capacidad de movilización y protesta. Estallidos sociales como los producidos durante los últimos dos años en Chile, Colombia o Ecuador tienen una explicación crucial en la movilización de una clase media afectada en su calidad de vida.
Segundo, el debilitamiento de la ya precaria legitimidad de la democracia y de la aprobación de las instituciones públicas, empezando por los gobiernos. Los presidentes tienen hoy la mitad de la aprobación que tenían hace 10 años. En ese mismo orden de expresión de percepciones, si la satisfacción con la democracia era del orden del 45% en el 2009, en la actualidad se ha derrumbado a un lacerante 25%.
Tercero, la percepción creciente del hecho evidente de que se vive en una sociedad atravesada por la injusticia. Empezando por el bajísimo porcentaje (17%) de gente que siente que es justa la distribución de la riqueza y que califica como injusto el acceso a la educación (58%), a la salud (64%) o a la administración de justicia (77%). Los peores indicadores en veinte años.
Aspectos como estos expresan un insoslayable dato de la realidad: la precaria estabilidad institucional y social de América Latina y el inmenso barril de pólvora sobre el que la región reposa. En un contexto de acceso libre de la población a la información y a la comunicación interpersonal (por celulares, redes sociales, etc.) en la mayoría de países, es claro que la renovación electoral de gobiernos y legislativos no resuelve ni desactiva la precariedad institucional prevaleciente. Si a ello agregamos el más bajo índice histórico registrado de confianza interpersonal (10%), el curso de la protesta y posibles estallidos sociales futuros es muy difícil de predecir.
La inercia y la politiquería parecerían ser la peor ruta en la que seguir reincidiendo. Más que obvias son las urgentes e impostergables políticas públicas en ciertas áreas para enfrentar los efectos más agudos del aumento de la pobreza y la precariedad institucional. Destacan áreas como la salud y la educación pública, la justicia y la seguridad ciudadana.
En ese orden de ideas preocupa la escasa o nula vertebración regional en esta hora crítica en la que cada cual parece escoger tocar una música diferente sin preocuparse en armonizar con el resto de la región. Las prioridades tienen que ser por completo rediseñadas pues de no hacerse se está sembrando el terreno para que tentaciones autoritarias encuentren terreno fértil.
No sólo son urgentes metas precisas y a la vez ambiciosas, sino una vertebración latinoamericana -hoy equivalente a casi cero- que permita diseñar estrategias compartidas y tocar en conjunto una campana de alarma. Que, por ejemplo, ponga en agenda una suerte de “plan Marshall” para la región que permita contar con recursos para paliar alguna de estas precariedades y amenazas. Sin ese plan hace siete décadas a la Europa devastada por la segunda guerra mundial le habría sido muy difícil salir adelante en poco tiempo.
Me temo que estamos lejos y que no hay indicios concretos de que algo así -como un plan masivo de emergencia para el desarrollo- vaya a ser planteado por la región, por ejemplo, en la Cumbre de las Américas a realizarse en junio en Los Ángeles. ¿No podría tenerse en cuenta ese encuentro, al menos como pretexto, para coordinar estrategias y proyectos y que tenga real sentido y utilidad para nuestra región?
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