¿Quien contamina paga, o pagar para poder contaminar?
Más que gravar actividades contaminantes, la política fiscal debe aspirar a una mayor exigencia regulatoria y control previo sobre actividades que dañan la salud y el medioambiente
A principios de este mes de marzo se presentó el Libro Blanco sobre la reforma fiscal, elaborado por un comité de expertos y en el que se desgranan de forma exhaustiva los criterios y propuestas que la política fiscal debería llevar consigo. También contiene los elementos y las líneas sobre los que debemos avanzar para que la fiscalidad no solo sea una herramienta recaudatoria, sino que también nos ayude a modificar usos y costumbres que hoy día podemos considerar como insostenibles y en plena emergencia climática.
La transición ecológica y energética, en la que ya estamos inmersos desde hace años, demanda la implementación de instrumentos eficaces que permitan favorecer las mejores prácticas de consumo y permitan penalizar aquellas actividades que no son sostenibles, las cuales debemos erradicar con el fin de conseguir ser más eficientes en la lucha contra el cambio climático y contra la dependencia actual de los combustibles fósiles. El instrumento más eficiente y transversal de todos los existentes es la posibilidad de apoyarse en la política fiscal para que introduzca, como coste equivalente de las externalidades que se originan, impuestos que den una señal precio más real y transparente de la que los mercados vienen dando.
En el Libro Blanco se hace hincapié en la necesaria incorporación de impuestos de carácter medioambiental, línea recaudatoria en la que España mantiene una posición inactiva, ni en su desarrollo ni en la cuantía recaudada. Somos, tras Irlanda y Luxemburgo, el país que menos recauda en impuestos de carácter medioambiental de los 27 países de la Unión Europea, con unos ingresos públicos del 1, 8% sobre el PIB, cuando la media de la UE es del 2,6% (un 40% más). Considerando, además, que muchos de los tributos que se han denominado como impuestos medioambientales, no lo son, porque se aplican por igual, sin discernir si contaminan o no, es decir, sin llevar a buen término la máxima de quien contamina paga. Como ejemplo más claro, el impuesto medioambiental para la generación de electricidad que grava, con el mismo tipo impositivo, tanto si la fuente de energía es de origen renovable o fósil.
El libro, en el desarrollo de la base de tributación medioambiental, identifica cuatro grandes apartados, idóneamente reconocidos por el efecto que su desarrollo tiene en el cambio climático, en los que se incluyen diferentes propuestas de actuación en materia de fiscalidad medioambiental: la necesidad de actuar sobre la fiscalidad de la electrificación sostenible, sobre movilidad, transporte y la reducción del uso de los combustibles fósiles, sobre la circularidad de la economía, o sobre el agua.
Sin perder el ámbito y el alcance de desarrollo del informe, hay contenidos que no han sido considerados o sobre los que el posicionamiento, bajo mi punto de vista, debería ser diferente. Esto atiende a que, en muchos casos, hablamos de bienes de primera necesidad que deben tener un acceso universal garantizado y que debemos promover su consumo responsable o de actividades que deberían tener un mayor control en sus exigencias de ejecución.
Por ejemplo, se centra en el papel de la política fiscal como un elemento recaudatorio y penalizador de carácter disuasorio de una actividad a hechos consumados, siguiendo la máxima de quien contamina paga. Olvida que la legislación debe anteponer la regulación para que el problema no exista de forma prioritaria a la tasación de los efectos que tiene su desarrollo. No podemos asumir que la mayor carga fiscal sea la que resuelva el problema, porque su carga impositiva es exclusivamente un reflejo de la incorporación de un coste que será trasladado al consumidor, sobre todo en los mercados donde los que la competencia brilla por su ausencia o no existen alternativas de sustitución.
En esta línea, antes de plantearnos llevar a buen puerto el necesario quien contamina paga, debemos reflexionar sobre el concepto de pagar para poder contaminar. Se trata no permitir la puesta en marcha de prácticas mientras estas sean insostenibles. En las propuestas podemos encontrar múltiples ejemplos, que van desde la posibilidad de desarrollar actividades productivas o de consumo gravadas (pero asequibles si se dispone de capacidad financiera), al gravamen sobre emisiones y contaminación de acuíferos de la ganadería intensiva, en la que se propone gravar las emisiones y efluentes, pero sin exigir que las instalaciones minimicen la existencia de residuos sin tratar.
Necesitamos, como paso previo, una mayor exigencia regulatoria y control sobre actividades que conllevan consecuencias negativas para la salud y para el medioambiente.
El plan carece de propuestas de destino finalista de la recaudación. En la mayoría de los casos esta va a engrosar los ingresos públicos, cuando debería ser destinada, por definición del tributo, a generar alternativas a los procesos gravados que queremos limitar, motivando líneas de inversión o ayudas para iniciativas sustitutivas de aquello que pretendemos cambiar.
No se considera la progresividad del gravamen para diferentes niveles de consumo, sobre cuando se trata de bienes escasos. No debe tener la misma carga impositiva aquel que consume 4.000 kWh al año en su vivienda o el que consume 15.000 kWh.
No se consideran modificaciones en el tipo del IVA en bienes de primera necesidad. Un buen ejemplo es que la electricidad no debería estar gravada al tipo equivalente a un bien de lujo, sino que deberían existir diferentes tramos del tipo a aplicar según se trate del consumo básico energético, o de consumos por encima de la media.
El alcance del Libro Blanco y su aportación es un avance en materia de política fiscal, pero en algunas materias, como las reflejadas en la tributación medioambiental, debe convertirse no solo en un elemento recaudatorio sino en una herramienta para generar el cambio de comportamiento que necesitamos para alcanzar la transición ecológica y energética en la que obligatoriamente estamos inmersos.
Nos encontramos en una situación crítica marcada por la invasión de Ucrania y sin haber salido del shock económico de la pandemia, en la que tanto la electricidad como los combustibles fósiles están sufriendo incrementos de precio desorbitados para los consumidores. Unas subidas que son consecuencia, al menos en el caso de la electricidad, de tener un sistema de fijación de precios que no responde a la realidad de la configuración de la oferta. Frente a esta situación algunos representantes políticos y asociaciones piden la asunción de costes con cargo a los Presupuestos o la reducción de impuestos para reducir el precio final, impuestos que por ejemplo en el caso del diésel y la gasolina son inferiores que los del resto de países de la Unión Europea. Volveremos a cometer el mismo error de adoptar medidas coyunturales. Lo que el sistema demanda es una estructura de política fiscal que tenga presente la realidad de dependencia y exigencia para cumplir nuestros compromisos inaplazables con la sostenibilidad.
Necesitamos disponer de una política fiscal activa y verde que no esté definida exclusivamente como la vía de recaudación de los ingresos que el Estado demanda, sino que ante todo sea el instrumento útil que permita adaptar nuestro modelo de consumo en consonancia con la transición ecológica y energética ineludible.
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