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La resurrección de Stalin y Mao

A Putin y Xi les unen el odio, los intereses y sobre todo el principio maoísta que sitúa el poder en la punta del fusil

Xi Jinping Vladimir Putin
Xi Jinping y Vladímir Putin, en un encuentro en Moscú en 2019.Mikhail Svetlov (Getty Images)
Lluís Bassets

Jamás se habían cruzado expresiones tan cálidas entre Moscú y Pekín, ni siquiera hace 70 años en los años de ortodoxia estalinista compartida. No les une el amor, ni tampoco el espanto, como a muchos ciudadanos de todo el mundo, especialmente a los ucranios y sus vecinos. Les unen el odio y los intereses. Contra Estados Unidos y contra la democracia liberal, que amenaza con su sola existencia al monopolio autocrático del poder, sea el de los oligarcas rusos surgidos de la KGB sea del Partido Comunista Chino.

También les unen los métodos. Las trayectorias de Rusia y China empezaron a separarse a la muerte de Stalin en 1953. Mao Zedong, el fundador del régimen, llevó muy mal la denuncia de los crímenes del dictador soviético y del culto a su personalidad y luego la distensión en la Guerra Fría. El movimiento comunista se dividió en dos: los revisionistas prosoviéticos, burócratas y aburguesados, partidarios de la vía pacífica, y los maoístas, puristas del marxismo-leninismo, revolucionarios y violentos, convencidos de que el poder está en la punta del fusil, como reza el Libro Rojo.

Richhard Nixon aprovechó la grieta. Sin la apertura de China al mundo, promovida por un presidente tan derechista y corrupto, la Guerra Fría habría terminado probablemente más tarde. En el crucial 1989 —matanza de Tiananmen, caída del Muro de Berlín— se redoblaron las divergencias. Moscú abordó primero las reformas políticas. Pekín se quedó en la apertura económica. Los rusos ya habían renunciado a resolver a tiros sus diferencias en el interior del partido, método que Mao siguió utilizando; pero Mijaíl Gorbachev, a diferencia de Deng Xiaoping, renunció a los fusiles, también a la hora de enfrentarse a las revueltas.

Ahora han cambiado las tornas. China es el socio mayor, tranquilo y reflexivo, y Rusia el pequeño, impulsivo y turbulento, hermanados en el uso de la fuerza, uno para invadir Ucrania y el otro para exhibirla en Xinjiang o Hong Kong, incluso para anexionarse Taiwán algún día.

La rectificación viene de lejos. No empezó con Ucrania, ni siquiera en 2014, con la anexión de Crimea y la secesión del Donbás. Fue Boris Yeltsin el primero en recuperar los fusiles para dirimir los litigios políticos, en la temprana fecha de 1993. Sus tanques dispararon contra el Parlamento desobediente a su orden ilegal de disolución (145 muertos y 800 heridos). Al año siguiente, ordenó la primera invasión de Chechenia (entre 20.000 y 100.000 muertos), precedente de la segunda en 1999, cuando Vladímir Putin se estrenó como jefe de guerra. Son elocuentes sus sucesivas intervenciones militares hasta la actual, pasando por Georgia y Siria. Putin no habría permitido ni la caída del Muro ni el hundimiento de la Unión Soviética. En 1989 habría optado por disparar en Berlín como Deng Xiaoping en Tiananmen. Ahora rectifica la perestroika y regresa al estalinismo.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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