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Cartas de Cuévano
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Kyev es espejo

Los jóvenes buscan en las redes los manuales para fabricar bombas Molotov, palabra tan rusa para denominar a las botellas de aceite convertidas en explosivos

Ilustración de Jorge F. Hernández del 26 de febrero 2022

Un obús acaba de perforar la mejilla de una finca donde habitaban quiénsabecuántas familias que lograron refugiarse en la más cercana estación del Metro. En contraesquina, una adolescente que podría llamarse Marina se acurruca entre costales de arena y basura: la improvisada barricada que en pocos días será apuntalada con el cadáver de un caballo muerto, despanzurrado como en las antiguas corridas de toros, que también en pocos días ha de convertirse en la única carne digerible ante la escasez de todo, porque ya no habrá más que nada… y en la mente ya trastornada de Marina empiezan las dualidades y contradicciones: todos sus vivos son ya muertos, todas las verdades resultaron ser mentiras… las noches son los días de bombardeos luminosos y los días, el escenario de sombras.

En el refugio que llaman antiaéreo, un joven confirma que el Poeta se ha salvado (por ahora) y que llevaba versos dibujados en el bolsillo de un improvisado chaleco antibalas (tejido a mano, con periódicos como escudos) y los viejos con todos los siglos encima, sus caras surcadas por arrugas como ríos eslavos o rutas de modernos gasoductos, no paran de fumar sin boquilla. Por allá huye un gato que presiente convertirse en almuerzo. Que no te den gato por liebre, dice la abuela que no para de repetir como jaculatoria que todo esto ya pasó y Marina anota en un papelito Ayer es Hoy, ¿Mañana?

Marina lleva una ola de trigo dorado como pelo y en sus ojos se destila el mar más azul de los azules; tiene la piel tan blanca que sus muslos bañados con un chorro de agua helada parecen pan de harina pura y sus pies merecerían exhibirse en un museo de esculturas antiguas. Tiene las manos enguantadas en lana con las falanges al aire y se amarra un pañuelo en triángulo sobre la frente, mientras cae en cuenta de que lleva puestas las botas de su hermano, ahora perdido en el laberinto de lo que queda de una ciudad que poco a poco va quedándose como un queso con miles de agujeros, los hoyos de una cara cacariza, huellas de viruela… la viruela de la guerra que salió de la baba apestosa de un ejército uniformado y profesional, de óptima y tediosa preparación, bien armado y contundente que nada tiene en común con las abuelas que aprenden con prisa cómo accionar un gatillo, los jóvenes que buscan en las redes los manuales para fabricar bombas Molotov, palabra tan rusa para denominar a las botellas de aceite convertidas en explosivos a lanzarse por las ventanas o a ras de suelo hacia los tanques blindados, los transportes infalibles… y por arriba de las nubes, las aves de mal agüero, las alas que cagan bombas, las hélices autónomas o pilotadas que zumban y rezumban sobre la trágica partitura de tantas muertes.

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Marina escucha en un viejo radio como de bulbos no transistores que el país entero ha ido sangrando y que las ciudades todas van quedando en cascarones, la viruela de las bombas, los automóviles aplastados por tanques, las flechas que vuelan a coro en ramilletes de fuego… Marina escucha el ronroneo constante de la percusión explosiva a lo lejos. Uno de gafas informa que los demás países del mundo no cesan en condenar el horror de la guerra, presumen como resignación de un inquebrantable unidad ante el delirio de la destrucción… evitan anunciar su apoyo bélico aunque procuran enviar balas de alguna rara manera; los extranjeros que quieran unirse a la defensa han de ser voluntarios sin bandera. La llamada comunidad internacional ofrece exilio y salvoconductos, pero a Marina le cuentan que hasta ahora no han llegado escudos de verdad, cascos de protección, granadas de mano… y a ella se le afigura el sabor de una fruta en los labios rojos y una corona de flores que usaba de niña. A Marina se le enredan los tiempos en un desvelo sin tiempo…

A las afueras, en una trinchera arada a mano, Eric Arthur Blair anota en una libreta el sabor a castaña hirviente que tiene la bala cuando penetra la piel y destroza parte de músculo, ligamentos y venas. Sus párrafos serán leídos por los siglos de los siglos bajo la firma que elige como George Orwell, pero se llama Blair y cultiva jardines de rosas en su tierra y habla siempre de flores en su prosa y dibuja quizá sin saberlo la crónica exacta de estos días que parecen ser ya todos los días en la mirada azul llorosa de Marina, arrodillada en Gran Vía esquina con Valverde a espaldas de Telefónica en pleno corazón de Kiev, décadas después, a quiénsabecuántos metros de las cúpulas de oro de un monasterio de siglos… porque hubo una madrugada envuelta en vapor de trenes en la que una bailarina rubia de ensueños diversos se despidió en un vagón y –subrayada su hermosa figura por los rieles al filo del andén—sacó un espejo que dijo haber comprado en Ukraína (pronunciada así, con acento) y que toda vez que quisiera volver a verla, bastaba con verme a mí mismo.

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