La dieta eterna del Estado
Algo falla en unas administraciones que, por un lado, exigen comprobaciones por duplicado de tus ingresos para acceder a la más mínima prestación y, por otro, permiten el enriquecimiento reprobable de empresarios bien conectados
Qué difícil es para una familia sin recursos obtener una ayuda pública y qué fácil para una empresa sin experiencia en el sector sanitario conseguir un contrato a dedo de 1,5 millones en mascarillas. Algo falla en unas administraciones que, por un lado, te exigen comprobaciones por duplicado de tus ingresos para acceder a la prestación más mínima, y, por el otro, permiten el enriquecimiento reprobable, legal o éticamente, de empresarios bien conectados.
¿Por qué? Hay una respuesta obvia: todo Estado beneficia a los privilegiados y perjudica a los desfavorecidos. Quizás, pero es una explicación insuficiente y contraproducente.
En todos los países la cúpula de las administraciones está poblada, en gran parte, por individuos de las clases pudientes. Y pueden estar sesgados, conscientemente o no, hacia los suyos. Ante la duda, introducen un requisito extra para los solicitantes de una renta de inserción, porque no se fían de quienes viven en barrios que los altos funcionarios no frecuentan. Por el contrario, en las relaciones con grandes empresas, los mandarines del Estado tratan con sus iguales, antiguos compañeros de colegio o nuevos vecinos de urbanización. Confían en ellos y no les exigen gravosos requerimientos en sus transacciones con la Administración, abriendo la puerta a abusos y corruptelas.
Quizás, pero en España padecemos la patología opuesta: no somos demasiado laxos con la corrupción, sino demasiado duros. Las administraciones tratan a ciudadanos y empresas como potenciales defraudadores, pidiéndoles garantías contra cualquier picaresca habida y por haber. Por ejemplo, que siempre un médico tramite la baja laboral en lugar de creer las declaraciones autorresponsables de los trabajadores.
Con lo que, para responder a cualquier imprevisto, no hay más remedio que saltarse las ralentizadoras trabas burocráticas. Surge así la cara oculta de nuestro legalismo procedimental: la chapuza nacional. En una de las administraciones más garantistas y funcionarizadas de Occidente proliferan paradójicamente los contratos a dedo y los trabajadores precarios. Vamos de un extremo al otro.
Nuestro Estado es injusto, pero no porque discrimina, sino porque sufre el síndrome de la dieta eterna, pasando de la restricción calórica más draconiana a los atracones. No es insolidario. Es un Estado incapaz de controlar sus impulsos legalistas. @VictorLapuente
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