El último
A la escasa claridad que se filtraba por la ventana, reparé en la lámpara del techo: era de las que uno se ahorca
Un año después tuve que regresar a la misma ciudad y al mismo hotel. Me retiré pronto porque el viaje había resultado agotador y antes de rendirme al sueño permanecí en la cama bocarriba, con la habitación a oscuras, repasando mentalmente la agenda de trabajo. En esto, y a la escasa claridad que se filtraba por la ventana, reparé en la lámpara del techo: era de las que uno se ahorca. Fue caer en este pensamiento y empezar a ver el bulto de un ahorcado bamboleándose sobre mi cama. Parecía un hombre mayor, no lo distinguía bien. Oscilaba de izquierda a derecha y de derecha a izquierda como el péndulo de un reloj. Para defenderme de la sugestión, me volví sobre el costado izquierdo y cerré los ojos. Pese a ello, continuaba viendo dentro de mi cabeza al muerto.
Una hora después, cuando comprendí que no sería capaz de conciliar el sueño, llamé a recepción y pedí que me cambiaran de habitación alegando la molestia de un ruido inexistente. Me llevaron a una del tercer piso que, según me pareció recordar, era la misma que había ocupado en mi estancia anterior. Realizados los trámites, le di al mozo, por las molestias ocasionadas, una buena propina. Entonces se acercó a mí para revelarme, en tono confidencial, que en esa habitación se había suicidado un hombre el año pasado. Me quedé atónito e inquieto, claro, por este cúmulo de coincidencias. No obstante, dispuesto como estaba a descansar, me metí de inmediato en la cama, aunque no pude evitar mirar hacia el techo, por si también de aquella lámpara colgaba un ahorcado.
Afortunadamente, no. Más tranquilo, pues, adquirí la posición fetal y cerré los ojos. Entonces, como en una revelación, supe que no había ahorcado porque el ahorcado era yo. Llevaba, en fin, un año muerto y nadie me había dicho nada. El interesado es siempre el último en enterarse de las cosas.
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