Herencias envenenadas
Mientras no se mejore el equilibrio generacional del mercado laboral y las políticas sociales será muy difícil que haya amplio apoyo a impuestos sobre la riqueza o las herencias


Todos a heredar, que el mundo se va a acabar. Este podría ser perfectamente el lema de las desigualdades intergeneracionales que se vienen. Aunque con acierto ponemos el foco en ingresos y renta, la trasmisión de la riqueza será clave para entender las diferencias sociales en las próximas décadas.
Los hogares en España son cada vez más pequeños (hay más hijos únicos) y la inversión de las familias se concentra en la vivienda (el 75% de los hogares la tienen en propiedad). Esto hace previsible que mediante la transmisión de un patrimonio cada vez menos compartido vayamos a ver una de las generaciones más internamente desiguales. Después de todo, no es lo mismo heredar uno o varios pisos en una capital de provincia que en un pueblo pequeño.
Uno podría pensar que, ante esta inercia imparable, los poderes públicos establecerían gravámenes para los grandes patrimonios y las herencias, compensando mediante políticas fiscales y sociales este hecho, pero en realidad estamos viendo lo contrario. No es sólo que el impuesto de sucesiones haya tendido a desaparecer, sino que también genera muchísima resistencia en la opinión pública. Dejando de lado la confusión entre este impuesto y la plusvalía municipal o incluso que solo afecte a grandes fortunas, es importante entender por qué esta oposición puede congeniar con la racionalidad de las familias.
Simplificando mucho, tenemos tres grandes provisores de rentas a un joven. El primero es el mercado de trabajo que como sabemos lo penaliza con contratos precarios y con bajos salarios que apenas le permiten generar ahorro. El segundo es el Estado de bienestar, el cual apenas tiene transferencias directas a jóvenes al margen del empleo (sigue muy basado en cotizaciones). Por tanto, solo queda un tercero; la familia. Esta es la unidad básica de redistribución intergeneracional y la única que puede, bien o mal, compensar los déficits de las otras dos.
Como es natural, los padres se preocupan por sus descendientes y tiene todo el sentido que el patrimonio inmobiliario sea uno de los principales legados que les dejan; anticipan que sus herederos van a necesitar un colchón ante los defectos de nuestro mercado laboral y Estado del bienestar. Además, si se sabe que la inversión educativa realizada en los hijos tiene un retorno salarial bajo en España, este argumento se refuerza. Por tanto, cualquier medida que suene a reducir ese legado genera una animosidad transversal.
Este razonamiento, quizá lógico a nivel individual, es un brutal corrosivo de la movilidad social. Las enormes diferencias en el patrimonio de las familias españolas y su transmisión futura solo pueden incrementar las desigualdades, justamente, por el papel que tienen compensando lo que no funciona. Por eso mientras no se mejore el equilibrio generacional del mercado laboral y las políticas sociales será muy difícil que haya amplio apoyo a impuestos sobre la riqueza o las herencias. Si se quieren gravar las desigualdades de cuna, que las familias vean a sus hijos gatear.
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