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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Nuevo Testamento

El presidente de México dejó un “testamento político” por si tuviera que dejar la silla antes de hora, un reflejo más de su obsesión anti-institucional.

Andrés Manuel López Obrador durante una ceremonia para conmemorar los 100 días de su tercer año en el cargo, en el Palacio Nacional, Ciudad de México.
Andrés Manuel López Obrador durante una ceremonia para conmemorar los 100 días de su tercer año en el cargo, en el Palacio Nacional, Ciudad de México.PEDRO PARDO (AFP)
Antonio Ortuño

Resulta cuando menos curiosa la obsesión anti-institucional de Andrés Manuel López Obrador. Qué ruda paradoja: el mandatario constitucional de este país parece alérgico a seguir los procedimientos reglamentarios en cualquier rubro que se pueda uno imaginar. Y pensemos en algunos ejemplos concretos, porque abundan. No le gusta el INE, ente encargado de organizar las elecciones y contar los votos según la ley. Y no solo ha sido crítico y hasta amenazante con el instituto, sino que aún se devana los sesos en el intento de poncharlo y devolverle la autoridad electoral al gobierno, justo como ocurría en los tiempos del PRI.

Pero hay más muestras de ese talante. Otra, clarísima: al presidente le sacan ronchas los organismos autónomos y no ve la hora de ponerles fin. Le molesta que nuestra arquitectura legal incluya contrapesos a su poder. Pero no todo, en este tema, se trata de grandes contiendas de diseño democrático. No: incluso algo tan sencillo como la disposición sanitaria universal de usar cubrebocas parece demasiado ante sus ímpetus de hacer lo que le pegue la gana. Aunque el precio de no utilizarlo sea haber contraído covid-19 dos veces ya. Al diablo con sus instituciones, dijo hace años el candidato López Obrador, cuando querían desaforarlo por ignorar un amparo siendo jefe de Gobierno de la CDMX. Y el presidente, día tras día, no hace sino remachar aquellas viejas palabras suyas… Pero ahora, con el volante de las instituciones entre las manos, el resultado es bastante surrealista.

Qué mal le caen las leyes a López Obrador. ¿O por qué, si no, se tomó la molestia de informarnos que ha escrito un “testamento político” con toda clase de disposiciones para la Nación por si tuviera que dejar la silla antes de hora? Vaya idea excéntrica. Si su salud estuviera tan mermada como para impedirle el ejercicio cotidiano del poder (el reciente cateterismo al que fue sometido puso el asunto en el reflector), pues la Constitución ya contiene la ruta crítica legal sobre el modo en que debe proceder el Estado. Pero eso no cumple las expectativas de quien ocupa el ejecutivo, desde luego. Porque su voluntad, tal como piensa y expresa a la menor ocasión, está por encima de las leyes. Así que si algo llegara a sucederle al mandatario (y, por el bien y la estabilidad del país, esperemos que no), la Constitución podrá cantar misa, porque los incondicionales querrán que se abra el “testamento político” se acate como si lo hubieran bajado del monte Sinaí...

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El problema de comprarse el discurso (por no llamarlo cuento) de que todas las leyes y disposiciones reglamentarias mexicanas son solo burocracia y que un poderoso bienintencionado hace bien en brincárselas, si puede, es que la consecuencia puede ser que se desmantele el derecho sin que en su lugar se construya nada más allá de la voluntad del “bienhechor”. El sentido de las leyes es que las sociedades no se encuentren a la deriva, en espera de que los fuertes decidan respetar a quienes no lo son. Y el remedio, si no funcionan es reformarlas, no hacer como que no existen. Claro que los paleros del poder aplauden todas y cada una de las violaciones del marco legal, escudándose en que ha habido, en la historia de la Humanidad, toda clase de leyes inhumanas o nocivas. Pero se olvidan de que la solución ante ello es legislar con justicia y no abandonarse al capricho de un solo individuo “redentor”.

Nadie sabe qué nos depara el futuro político. Pero, sea lo que sea, debería estar previsto por la Constitución y las instituciones y no garrapateado en el “testamento” de un señor que siente, como aquel rey francés, Luis XIV, que “el Estado soy yo”.

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