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Columna
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Vacunas contra la ómicron: el dilema

La ciencia está lista, pero los productores temen que llegue otra variante que arruine sus inversiones

Vacunas omicron
Dos científicos trabajan en una vacuna contra la covid-19 en el Centro Nacional de Biotecnología, en Madrid.Bernardo Pérez
Javier Sampedro

Lo que se puede hacer acaba haciéndose, dice un viejo lema científico, pero no siempre es así. Una vacuna contra la variante ómicron se puede hacer, pero no acaba de hacerse. No está claro que sea la estrategia antipandémica más inteligente. Las factorías de vacunas están dedicadas por completo a producir las inyecciones actuales, todas ellas diseñadas contra la versión original del coronavirus que surgió en Wuhan hace dos años y pico, y dedicar esas instalaciones a fabricar vacunas contra la ómicron solo puede hacerse a costa de reducir el suministro de las que están ahora en uso. Aunque la parte científica esté resuelta, la decisión de ponerla en práctica constituye un dilema empresarial, gubernamental y ético. Una decisión difícil, por si nos hiciera falta alguna más en esta crisis larga y fatigosa.

Las vacunas de ARN mensajero, creadas por Pfizer y Moderna, protegían del contagio en un 95% cuando fueron aprobadas. Pero eso era contra el SARS-CoV-2 original de Wuhan. La protección bajó al 87% contra la variante delta, y ha vuelto a caer hasta un modesto 33% con la ómicron. Esta es la razón de que la ómicron cause infecciones incluso en la gente vacunada o inmunizada por haber pasado anteriormente la covid. Esto podría evitarse desarrollando vacunas específicas contra la ómicron, y los fabricantes llevan tiempo en ello. Las técnicas de manipulación genética permiten modificar la vacuna para dirigirla contra cualquier variante en cuestión de días. Donde había un trozo del gen de la espícula de la variante de Wuhan, lo sustituyes por el trozo equivalente de la ómicron y ya está hecho. Eso es casi lo de menos.

Pero ningún productor ha solicitado autorización de las vacunas antiómicron a las agencias del medicamento, como la FDA en Estados Unidos o la EMA en Europa. Incluso con la aceleración actual del proceso, diseñar una vacuna antiómicron, someterla a ensayos clínicos y producirla en masa llevaría seis meses, y nadie está en condiciones de garantizar que una nueva mutación que deje obsoleta la inyección no surja antes de eso en cualquier lugar y se propague por el planeta. La variante beta, por ejemplo, surgió en Sudáfrica el año pasado y duró dos meses. Para cuando los productores habían desarrollado vacunas antibeta, el virus se había esfumado. Algo similar ha ocurrido con la delta, esta vez porque la ómicron la ha desplazado de sus territorios a fuerza de eficacia de contagio. Las empresas dudan ante la magnitud de unas inversiones que se pueden ir a la basura si surge una nueva variante postómicron, y los gobiernos tampoco están demandando el producto.

Un enfoque más seguro sería desarrollar “vacunas universales” que puedan estimular al sistema inmune a reaccionar contra muchas variantes del SARS-CoV-2. Consisten en nanopartículas que llevan pegados trozos de proteínas del virus de tantas variantes como uno quiera, o bien trozos especialmente estables, que apenas varían entre unas cepas y otras. Esta es una idea muy interesante, pero cuyos productos no llegarán antes de dos años ni en los cálculos más optimistas. Durante ese tiempo, tal vez sea conveniente producir una vacuna contra la ómicron, puesto que es muy probable que cualquier variante futura se base en ella. En fin, así están las cosas.

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