Uno de los nuestros
Lo inaceptable no se vuelve digerible porque en el poder haya un amiguete, y un besamanos al Papa no deja de ser un servilismo rancio aunque el pontífice sea “un correligionario”
Por más que escarbo, no encuentro un precedente, así que Yolanda Díaz merece el título de pionera: es la primera vez que una líder izquierdista apuntala su carrera y su imagen haciéndole un besamanos al Papa en el Vaticano, como las marquesas de provincias de las novelas del siglo XIX. “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la sciencia (sic) de Dios! ¡Cuán incomprehensibles son sus juicios e investigables sus caminos!” (Romanos, 11:33), podrán exclamar los feligreses de la izquierda a la izquierda del PSOE, siguiendo la bella traducción de Casiodoro de Reina en la Biblia del Oso, recién reeditada. O tal vez lo parafraseen con el vulgar “los caminos del Señor son inescrutables”.
La izquierda autodenominada auténtica no se doblega ante los reyes, pero sí ante los papas. Su republicanismo es papista y resucita las peleas medievales entre Roma y los reyes: ha tomado partido por los güelfos frente a los gibelinos, nueve siglos después de que terminara aquella guerra. Nunca es tarde si uno encuentra al fin su lugar en el mundo, y la izquierda auténtica española hace años que acusa muchas querencias por la Edad Media, defendiendo fueros y leyes viejas con la misma pasión con que las defendían los carlistas.
Dirán que no se trata del papado como institución, sino de la persona que lo encarna, con la que hay sintonía y colegueo, vaya usted a saber por qué peronismos. Con Ratzinger en el trono de Pedro, Yolanda Díaz no se habría acercado al Vaticano ni para hacer turismo, pero tienen a Bergoglio por un correligionario. Es decir, que tal vez su republicanismo sea circunstancial y voluble. Por cómo se expresa, parece más antiborbónico que antimonárquico. Dirigen sus ataques contra los ocupantes del trono, no tanto contra el trono, de lo que se puede inferir que aceptarían una monarquía con una dinastía de su gusto. Si Bergoglio fuera rey de España, incluso rey emérito expatriado, ningún líder de la izquierda auténtica tendría problemas en proclamar su adhesión a la monarquía.
Una política que personaliza tanto y debate tan poco sobre ideas incurre fácilmente en estas frivolidades y pierde de vista lo esencial: las instituciones son buenas o malas en sí, con independencia de quienes las dirigen. Lo inaceptable no se vuelve digerible porque en el poder haya un amiguete, y un besamanos al papa no deja de ser un servilismo rancio porque el pontífice sea “uno de los nuestros”.
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