‘París-Austerlitz’
Rafael Chirbes es capaz de alimentar la virtud que crece en lo más oscuro. Ensucia, celebra y perfora la carne casi sin magullarla
Escribo este texto con un ejemplar de Paris-Austerlitz encima de la mesa. También hay un bote con pinceles, una lata de grafito acuarelable, un vaso metálico con agua, dos trapos, unos bocetos con la figura de un demonio (“El infierno es tener brazos y nadie a quien abrazar”, leo en las citas que abren el texto que ilustro por encargo), varios pliegos de papel —300 gramos, grano satinado, 50x70 cm— y un tubito de minas del 0.5.
En mi mesa, que consideraba exageradamente larga, ya no cabe nada más. A la izquierda he instalado un ordenador gris. A la derecha, otro que parece que haya comprendido qué significa vivir: ralladuras, trozos de cinta de pintor, manchas de rotulador, chorritones de tinta china. Me parece curioso, porque escribir ensucia como ensucia pintar, pero el ordenador de la izquierda parece nuevo. En mi cuerpo sucede algo parecido: las manchas de pintura son las que más se ven. No me molestan. Permanecen algunos días conmigo y se van yendo poco a poco, sin que tenga que esforzarme demasiado. Las que me deja la escritura son más profundas y tardan en desaparecer. Son, también, más difíciles de ver.
Hace poco compré Paris-Austerlitz y durante tres días Chirbes me ha estado acompañando en ese momento previo al sueño en el que una quiere olvidarse de sí misma y de cualquier situación que provoca malestar. Acabé el libro antes de anoche y la inquietud que iba generando la lectura de la novela sigue aquí conmigo. Ayer fui a la cama pensando en Michel y en sus uñas sucias, en su idea posesiva del amor, que nace y muere, en su olor a Gitanes sin filtro, en su gran pena. También pensaba en su amante, el joven pintor con ganas de comerse el mundo que abocetaba retratos en un cuchitril sin luz.
A veces me da la impresión de haber estado demasiado tiempo dormida. Llegué a El año que nevó en Valencia en un momento en el que buscaba algo breve que me alejara del proyecto en el que estaba trabajando (el ordenador, impoluto como siempre, yo, agarrada con fuerza a una pala, clavándola en el suelo, lanzando lejos la tierra podrida, cavando a más profundidad, desescombrando), no había leído a Chirbes pero reparé en el libro por la edición hermosa, me lo llevé porque me atrajo el misterio de la nieve cayendo sobre la ciudad ardiente en la que pasé mis años de formación, una Valencia que adoro y echo terriblemente de menos, la ciudad con la que nunca acabo de hacer las paces. Anduve de nuevo por sus calles y me reconocí niña en una familia que no era la mía. Algunos personajes de Chirbes hablan y huelen como mis tíos y mis abuelos, como mi madre; el calor asfixiante de sus novelas es el que una siente dentro de un coche aparcado en un paseo marítimo en pleno mes de julio, intuyendo el peligro que acecha en una ciudad con luz de oro. En aquella primera lectura me encontré de golpe no con esa vida que no era la mía pero que podía reconocer como propia, sino con pistas para entender qué estaba haciendo yo con una pala en la mano, empezaba a saber cómo gestionar toda aquella mugre que desenterraba y se quedaba atrapada en mis uñas.
Anoche no podía dormir y salí de la cama para recuperar el libro. Quería volver a caminar de madrugada por las calles de París, preguntarle al pintor cómo lo hacía para no mancharse, meterme en un tugurio, pedir dos cervezas, y brindar con él contra el amor romántico. Abocetar a su lado y ensuciarme los dedos con el negro del carbón, celebrar la belleza de la carne y su decadencia. El autor de La buena letra es capaz de alimentar la virtud que crece en lo más oscuro, sabe que se puede estar en el infierno y no tener a nadie a quien abrazar, sabe que si una aprende a cargar con su mugre puede acercarse a aquellos que ama sin apenas mancharlos. Rafael Chirbes ensucia, celebra y perfora la carne casi sin magullarla.
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