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Tribuna
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Ni héroes, ni chivatos: ciudadanos ejemplares

Habría motivos para convocar una catarsis nacional con todo lo visto en corrupción, pero en España los partidos no han desarrollado nunca medidas de prevención básicas, como la protección de los denunciantes

Dia contra la Corrupcion
Enrique Flores

Cada 9 de diciembre se celebra el Día Internacional contra la Corrupción. Una conmemoración establecida en 2003 por la Asamblea General de Naciones Unidas tras aprobar la Convención contra la Corrupción, con el objetivo de sensibilizar y divulgar este compromiso global creado para prevenir y luchar contra un fenómeno que deteriora el Estado de derecho, desvía recursos de los servicios esenciales, debilita las instituciones, empobrece a la población, genera desigualdades y desincentiva la economía productiva. La corrupción premia la ineficiencia y al infractor de la ley, generando desconfianza de la ciudadanía hacia la política y sus representantes y en consecuencia minando el sistema democrático.

Según sostiene el Fondo Monetario Internacional en su informe Frenando la corrupción, publicado en 2019, la corrupción le cuesta a España del orden de 60.000 millones anuales, lo que equivale a un impacto negativo en su PIB en torno a 4,5 puntos. Por su parte, la OCDE revela en su recomendación de 2017 Integridad pública, una estrategia contra la corrupción, que entre el 10% y el 30% de la inversión en un proyecto de construcción financiado con fondos públicos puede llegar a malgastarse, debido a mala gestión y corrupción.

En un reciente seminario celebrado en Valencia por el 5º aniversario de la Ley valenciana de Prevención y Lucha contra el Fraude y la Corrupción, el profesor Francisco Alcalá, coautor junto al también profesor Fernando Jiménez del informe Los costes económicos del déficit de calidad institucional y la corrupción en España (Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas / Fundación BBVA, 2018), afirmaba que el control de la corrupción y la calidad de las instituciones son piezas clave para el desarrollo económico de los países, que la debilidad institucional y la corrupción no solo tienen un impacto negativo sobre la vida política, también tienen un coste económico que va más allá de los fondos indebidamente apropiados, pues deterioran el funcionamiento de la economía de un país desincentivando el emprendimiento, la innovación, la competencia y el esfuerzo. Estos factores se traducen en menor productividad y mayor desempleo.

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Para corroborar todo lo anterior, el estudio que periódicamente realiza el The Quality of Government Institute de la Universidad de Gotemburgo, sobre la calidad de los servicios públicos, la ecuanimidad e imparcialidad gubernamental y la percepción de la corrupción en los Estados y regiones de la UE, se deduce que los países con menor índice de corrupción coinciden también con los países de mayor bienestar, menor desigualdad e instituciones democráticas más robustas. Es decir, a más integridad, mayor prosperidad.

España ratificó en 2006 la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción y a pesar de que hay motivos más que suficientes para convocar a una catarsis nacional contra la corrupción por todo lo visto y lo que está en juego, el Estado no ha desarrollado una estrategia nacional anticorrupción. Se continúa sin instrumentos para proteger eficazmente a las personas que denuncian corrupción, se sigue sin contemplar la excepción anticorrupción en el delito de revelación de secretos, o la cláusula compasiva hacia los arrepentidos y, por supuesto, se sigue sin regular un tratamiento adecuado para la persecución de las fortunas sucias, esas que nadie es capaz de explicar cómo se han originado.

Si bien es cierto que algo apareció enunciado en el programa del actual Gobierno de España, la realidad es que nunca más se supo. Tal vez, la explicación tenga que ver con los numerosos casos de corrupción que han afectado a partidos que ostentan o han ostentado altas responsabilidades de gobierno, o que las inercias pueden más que la necesidad de cambios. Tampoco podemos ignorar para comprender mejor esta ausencia de estrategias anticorrupción, los episodios protagonizados por el mismísimo exjefe de Estado de quien, si algo correspondía esperar, era su proyección de ejemplaridad sobre las demás instituciones, los cargos políticos y la propia ciudadanía, y ha resultado todo lo contrario. Con frecuencia venimos asistiendo al descubrimiento de hechos y conductas que son más propias de un homenaje a Luis García Berlanga y su gran película La escopeta nacional.

El Estado sigue sin crear un órgano especializado para prevenir y combatir la corrupción. Únicamente ha dado algunos pasos como resultado de exigencias de la UE creando el Servicio Nacional de Coordinación Antifraude, destinado exclusivamente a la vigilancia de los fondos europeos, y la Oficina de Regulación y Supervisión de la Contratación, ambos muy eficientes, pero muy lejos de ser una respuesta integral que articule la prevención y persecución de la corrupción en todos los ámbitos y materias del sector público. Esta posición estatal no ha sido impedimento para que cuatro parlamentos autónomos, Cataluña (2008), Comunidad Valenciana (2016), Baleares (2016) y recientemente Andalucía (2021), hayan aprobado sus respectivas leyes y puesto en marcha instituciones independientes dirigidas a prevenir y luchar contra la corrupción y a proteger a las personas que denuncian corrupción en el ámbito de sus respectivos territorios. Castilla y León tiene avanzado su proyecto de ley. Otras dos comunidades autónomas, Aragón (2017) y Navarra (2018), aprobaron sus respectivas leyes, sin que hasta el momento hayan puesto en funcionamiento sus órganos anticorrupción. Pero la respuesta territorial es insuficiente si no viene acompañada de la acción de Estado, en cuyas competencias se encuentra realizar modificaciones legales sustanciales que escapan a las competencias autonómicas.

Y en este contexto llegó la Directiva UE 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, más conocida como Directiva Whistleblowers, cuyo plazo de transposición para España finaliza el próximo 17 de diciembre sin que hasta el momento se conozca ningún proyecto legal impulsado por el Gobierno que garantice la transposición y su implementación.

La directiva parte de una realidad muy conocida, que las personas que trabajan en una organización pública o privada son a menudo las primeras en tener conocimiento de amenazas o perjuicios para el interés público que surgen en ese contexto. Al informar sobre dichas infracciones perjudiciales para el interés de la comunidad, dichas personas actúan como denunciantes o alertadores (whistleblower, en inglés). Con su acción impiden que se lleven a cabo conductas que perjudican el interés y los recursos públicos o facilitan que se corrijan y persigan.

Buena parte del éxito de la corrupción se ha basado en dos estrategias: infundir miedo a denunciar y la ausencia de canales e instituciones que garanticen la indemnidad a quienes denuncian. A ello hay que añadir esa cultura enquistada de que la corrupción es algo normal, de donde salen frases tan indecentes como habituales: todos son iguales o tú harías lo mismo, de forma que quien denuncia o combate corrupción es un raro o un chivato y contra él vale todo, represalias, aislamiento, despido, ceses, carreras profesionales truncadas, etcétera. Que esto le esté ocurriendo a personas que defienden la legalidad y la buena gestión de los asuntos y recursos públicos debería avergonzar a todos y exige una respuesta de Estado. Denunciar corrupción en las condiciones actuales no puede continuar siendo una tarea propia de héroes.

Cada día que el Estado se retrasa en aplicar la directiva o la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción fortalece la ley del silencio y contribuye a que los zarpazos de los corruptos sigan teniendo fácil sustraer recursos públicos, induciendo a que las personas que podrían advertir de ello no lo hagan o, si se atreven a hacerlo, caiga sobre ellos toda clase de amenazas y represalias de los poderosos enemigos del interés público.

Ni héroes, ni chivatos: ciudadanos ejemplares.


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