“Libertades” que dañan y hasta pueden matar
Si la muerte y los padecimientos de tantos contagiados no pueden entenderse como un daño, no sé en qué otra ocasión puedan aplicarse
¿Cuál es la naturaleza y los límites del poder que la sociedad puede ejercer legítimamente sobre el individuo? Esta es la pregunta fundamental con la que John Stuart Mill comienza su libro Sobre la libertad, uno de los clásicos del liberalismo. Y su respuesta no se hace esperar: solo se legitima la intervención estatal sobre conductas o acciones que perjudiquen a los demás, o provoquen daños perdurables sobre el propio sujeto que las emprende. En todo lo demás, el sujeto es libre de hacer lo que quiera. Con razón ha pasado ya a la historia de la teoría política y la filosofía moral como el “principio del daño”.
No cuesta mucho aplicarlo a nuestro actual debate sobre el coronavirus y la vacunación obligatoria. Entre otras razones, porque esquiva el mayor obstáculo asociado a la propuesta de Mill, el saber qué hemos de entender por daño. Si la muerte y los padecimientos de tantos contagiados no pueden entenderse como un daño, no sé en qué otra ocasión puedan aplicarse. No es lo mismo, por su mayor gravedad, que el prohibir fumar en lugares cerrados, por ejemplo, pero sirve para justificar también la obligatoriedad del casco en las motos o el cinturón de seguridad. Parece de cajón. Y, sin embargo, muchos siguen erre que erre confrontando las limitaciones asociadas a la prevención de contagios con una limitación de la libertad.
El tema es complejo, porque se recurre a la libertad a falta de otro argumento que contenga un mínimo de racionalidad. También, porque es un concepto totémico asociado a nuestra identidad en tanto que, precisamente, sociedades libres; parasitan, pues, un valor cuya auténtica dimensión ignoran. Detrás laten, sin embargo, muchas otras motivaciones que oscilan entre lo cuasi-supersticioso/conspiratorio y la histeria distópica. Y, sobre todo, mucha intencionalidad política. No es de extrañar que sean los más extremos del arco político los que las promueven. O quienes, como Isabel Díaz Ayuso en su día, recurren a ella por ventajismo político. Pero la cuestión ahora no es si hay que cerrar o no la economía, la disyuntiva entre seguridad sanitaria y eficiencia económica. De lo que se trata es que, en efecto, los que no deseen vacunarse no provoquen un daño a los demás. En el mejor de los casos, ¡qué menos que dejarles en casa!
Con todo, la cuestión trasciende lo jurídico-moral y dice mucho sobre la naturaleza de la sociedad en la que vivimos: por un lado, esa tendencia a medirlo todo a partir de la discreción individual, que la libertad del sujeto se ponga por delante de los requerimientos de la solidaridad; no solo tenemos derechos, también obligaciones hacia los demás; mi derecho a la salud no puede ser lesionado por la presunta libertad de otro de negarse a la vacuna. Por otro, la dificultad por asentar de una vez por todas a la ciencia como único criterio de verdad. Que surjan dudas forma parte del propio proceso científico, pero in dubio pro scientia, al menos hasta que ella misma haya rectificado, no porque la impugne algún chamán en la red.
Y luego está lo que me preocupa más en mi condición de politólogo: cómo lo que siempre hemos entendido que eran nuestros principios y valores fundamentales están siendo zarandeados y reinterpretados desde diversos frentes. Y el coronavirus ha ofrecido una ocasión inmejorable para afirmarse a quienes no creen en ellos y buscan subvertirlos. Me temo que esta otra pandemia sí que está aquí para quedarse.
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