Un hombre
La filosofía no enseña a pensar autónomamente, sino que quienes piensan con autonomía suelen acabar haciendo eso que llamamos filosofar
Supongo que en la vida de cualquier hombre, sea célebre o irrelevante para el público, se condensa la totalidad del destino humano. Todos transitamos de la ignorancia a unos pocos saberes, todos tenemos ocasión de llorar y reír, todos experimentamos apegos y aversiones, todos sufrimos, todos conocemos el deleite, todos llegamos precipitadamente a la sorpresa de la muerte. Algunos casos, sin embargo, parecen más conscientes de esa aventura común: eligen el destino de reflexionar sobre nuestro destino. Quizá la palabra “elegir” no sea apropiada, quizá se trate más bien de una necesidad o una obsesión. Es tradicional en la cultura grecolatina llamarles filósofos y soportar su parloteo (suelen ser inquisitivos y discurseadores) con una mezcla de ironía, soterrado menosprecio y a veces exasperada veneración. En contra de lo que dicen los ingenuos, la filosofía no enseña a pensar autónomamente, sino que quienes piensan con autonomía suelen acabar haciendo eso que llamamos filosofar. Es una conducta difícil de ajustar a los planes de estudio y al mercado laboral.
A Antonio Escohotado le conocí hace más de 50 años y ya filosofaba, cuando apenas sospechábamos qué era eso. También se dedicaba a otras cosas que yo le envidiaba más, como su éxito con las mujeres. Me enseñó que de la piel hacia adentro nadie puede mandar en nosotros, aunque tantos lo pretenden, y que hay una embriaguez sobria que Séneca recomendó porque alivia la melancolía de existir y nos dispone a tareas creativas. Rebatió a los engañabobos —¡muchos!— que predican el pensamiento crítico para confundirlo con la vulgata anticapitalista, a los liróforos de lo trans reñidos con la biología, a las mujeres enfurecidas contra quienes no lo son, a los supersticiosos del orden y del desorden. Murió en Ibiza, el domingo pasado.
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