_
_
_
_
COLUMNA
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Urinaria

El hombre que mea en su bidón se comporta más cívicamente que algunos pagadores de impuestos que se quejan de la proximidad de una narcosala

Cuando se vive en la calle, existen tantas razones para despreciar a los demás, que hay algo profundamente moral en el gesto de no derramar ni una gota.
Cuando se vive en la calle, existen tantas razones para despreciar a los demás, que hay algo profundamente moral en el gesto de no derramar ni una gota.David G. Folgueiras
Marta Sanz

Paseo por la ciudad reduciéndola a postales. Pulsaciones mudas, ya sin el chasquido del disparo de la fotografía analógica —el ruido sería solo simulacro—, me permiten inmortalizar la confluencia de Gran Vía con Alcalá. Escaparates de colorida joyería. Pienso estúpidamente: “Si yo fuera Carolina de Mónaco, me compraría la baratísima rosa de Francia”. Temo las estatuas de fieras que acechan desde los tejados. Podría fotografiar la Gran Vía transformándola en sepulcro. Como Antonio López. Detenida en un instante de vacío. Sin gente. O la Gran Vía de Amenábar: por el centro de la calzada, el monstruo. La calle como lugar de ciencia ficción. Emplazamiento del rascacielitos de la Telefónica. Áticos lujosos. Más allá de mármoles y bares de hotel como imitaciones de taberna —vermú de grifo, bravas, otro simulacro de añoradas realidades—, enfoco algo más que cosas: transeúntes, paseantes, turistas, gente que trabaja. La contradicción entre el glamur de las maletas menos económicas del mercado, la pijísima dicción de algunas variedades diatópicas y diastráticas —esta corrección académica enmascara mi racismo hacia el jeque y cierto rencor de clase—, y la mendiga que limosnea con un vasito de papel de franquicia cafetera de implantación cósmica.

Hay gente que toma fotos de ciudades sin gente. Esperan a que nadie pase por delante de su objetivo. No soy yo. En la confluencia de Gran Vía con Alcalá, veo la casa de un hombre. Ropa. Cartones. Detrás, el destello de las joyerías. Detecto la interrupción del clímax paisajístico. Lo que los servicios de limpieza podrían retirar. El hombre luce barba de protagonista de novela rusa —escribir algo así es una estilización poco ética—. El hombre, con su figura y miseria, me lleva a imaginar muchos pasados posibles y casi un único destino. Me arrogo el derecho a la vivisección y fantaseo sobre sus orígenes, degradaciones, aprendizajes. Sobre si alguien lo quiso mucho o si nunca mereció el amor. Trabajos y antiguas cartillas de ahorro. Podría ser un director de cine experimentando la pobreza como en Los viajes de Sullivan: la imaginación es libre, sobre todo cuando es una imaginación leída —de nuevo entiendo el clasismo y la utopía de esta frase—. El hombre mea en un bidón de plástico. No moja las cristaleras de las joyerías. No genera mal olor. No recoge su orina para evaluar la eficiencia depuradora de sus riñones. El hombre que mea en su bidón se comporta más cívicamente que algunos pagadores de impuestos que se quejan de la proximidad de una narcosala. Vuelvo a mirar al hombre: quizá sería mejor que marcase el territorio con pis, rompiera el escaparate, me insultara cuando lo observo orinando. El comportamiento de este hombre es el de un hombre limpio con conciencia de no vivir solo, pese a su marginación y soledad. Un hombre respetuoso que aprieta el tapón de rosca del bidón. Cuando se vive en la calle, existen tantas razones para despreciar a los demás, que hay algo profundamente moral en el gesto de no derramar ni una gota. Primero, decido no fotografiarlo para no hacer de él algo anecdótico; después, prefiero dar testimonio realista de su existencia contra los marchantes del colorín del pobre, moneditas metidas solo una vez dentro de la hucha, la ley de la selva, pensamientos de Carolina de Mónaco, bailes de la Rosa de Francia, simulacros, sepulturas y otras mistificaciones urbanas.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_