Urinaria
El hombre que mea en su bidón se comporta más cívicamente que algunos pagadores de impuestos que se quejan de la proximidad de una narcosala
Paseo por la ciudad reduciéndola a postales. Pulsaciones mudas, ya sin el chasquido del disparo de la fotografía analógica —el ruido sería solo simulacro—, me permiten inmortalizar la confluencia de Gran Vía con Alcalá. Escaparates de colorida joyería. Pienso estúpidamente: “Si yo fuera Carolina de Mónaco, me compraría la baratísima rosa de Francia”. Temo las estatuas de fieras que acechan desde los tejados. Podría fotografiar la Gran Vía transformándola en sepulcro. Como Antonio López. Detenida en un instante de vacío. Sin gente. O la Gran Vía de Amenábar: por el centro de la calzada, el monstruo. La calle como lugar de ciencia ficción. Emplazamiento del rascacielitos de la Telefónica. Áticos lujosos. Más allá de mármoles y bares de hotel como imitaciones de taberna —vermú de grifo, bravas, otro simulacro de añoradas realidades—, enfoco algo más que cosas: transeúntes, paseantes, turistas, gente que trabaja. La contradicción entre el glamur de las maletas menos económicas del mercado, la pijísima dicción de algunas variedades diatópicas y diastráticas —esta corrección académica enmascara mi racismo hacia el jeque y cierto rencor de clase—, y la mendiga que limosnea con un vasito de papel de franquicia cafetera de implantación cósmica.
Hay gente que toma fotos de ciudades sin gente. Esperan a que nadie pase por delante de su objetivo. No soy yo. En la confluencia de Gran Vía con Alcalá, veo la casa de un hombre. Ropa. Cartones. Detrás, el destello de las joyerías. Detecto la interrupción del clímax paisajístico. Lo que los servicios de limpieza podrían retirar. El hombre luce barba de protagonista de novela rusa —escribir algo así es una estilización poco ética—. El hombre, con su figura y miseria, me lleva a imaginar muchos pasados posibles y casi un único destino. Me arrogo el derecho a la vivisección y fantaseo sobre sus orígenes, degradaciones, aprendizajes. Sobre si alguien lo quiso mucho o si nunca mereció el amor. Trabajos y antiguas cartillas de ahorro. Podría ser un director de cine experimentando la pobreza como en Los viajes de Sullivan: la imaginación es libre, sobre todo cuando es una imaginación leída —de nuevo entiendo el clasismo y la utopía de esta frase—. El hombre mea en un bidón de plástico. No moja las cristaleras de las joyerías. No genera mal olor. No recoge su orina para evaluar la eficiencia depuradora de sus riñones. El hombre que mea en su bidón se comporta más cívicamente que algunos pagadores de impuestos que se quejan de la proximidad de una narcosala. Vuelvo a mirar al hombre: quizá sería mejor que marcase el territorio con pis, rompiera el escaparate, me insultara cuando lo observo orinando. El comportamiento de este hombre es el de un hombre limpio con conciencia de no vivir solo, pese a su marginación y soledad. Un hombre respetuoso que aprieta el tapón de rosca del bidón. Cuando se vive en la calle, existen tantas razones para despreciar a los demás, que hay algo profundamente moral en el gesto de no derramar ni una gota. Primero, decido no fotografiarlo para no hacer de él algo anecdótico; después, prefiero dar testimonio realista de su existencia contra los marchantes del colorín del pobre, moneditas metidas solo una vez dentro de la hucha, la ley de la selva, pensamientos de Carolina de Mónaco, bailes de la Rosa de Francia, simulacros, sepulturas y otras mistificaciones urbanas.
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