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Columna
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Huele a pólvora

Pocas situaciones favorecen tan claramente los conflictos bélicos como la inestabilidad que surge del desequilibrio de poderes

Camiones militares marroquíes cerca de la frontera con Mauritania en una imagen de archivo.
Camiones militares marroquíes cerca de la frontera con Mauritania en una imagen de archivo.Francisco Peregil
Lluís Bassets

La guerra no conoce reposo. No se conoce época alguna sin guerras. Cada uno sacará las conclusiones que considere conveniente sobre este hecho indiscutible, a veces hasta identificarlo con el estigma de Caín. Con independencia de los defectos achacables a la naturaleza humana, pocas situaciones favorecen tan claramente el conflicto bélico como la inestabilidad que resulta del desequilibrio de poderes.

El diplomático británico Robert Cooper, uno de los grandes artífices de la política exterior europea, ha resumido en su último libro (Los embajadores. Pensando la diplomacia desde Maquiavelo hasta los tiempos modernos) los distintos tipos de orden mundial que favorecen el mantenimiento de la paz. “Primero está la paz por el imperio; luego la paz, o mejor la limitación de la guerra, por el equilibrio; también la paz por separación. El orden liberal conduce a la paz por la cooperación, un sistema de consentimiento y de consenso que ofrece libertad además de paz”.

Una vez terminada la Guerra Fría, un caso de orden bipolar con separación en áreas de influencia, George H. W. Bush pretendió construir un orden liberal cooperativo y su hijo George W. Bush lo enmendó drásticamente al convertirlo en un orden unipolar imperial. Ahora estamos regresando a la casilla de salida. El orden mundial está por definir. Será bipolar si China y Estados Unidos consiguen imponerse como dos superpotencias en relación equilibrada y con un reparto del poder que no será únicamente en áreas de influencia. Será multipolar, en cambio, si otras potencias, Rusia o la Unión Europea por ejemplo, consiguen sentarse en la mesa de juego y hacer oír su voz y su influencia.

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Instalados en la inestabilidad, todo está por ver. Incluso el tipo de conflicto que puede conducir a un nuevo equilibrio: alrededor de la energía, el cambio climático, las cadenas de suministros, la tecnología digital, la inteligencia artificial, los datos... Pero sería una frivolidad olvidar el peligro bélico más clásico, en plena escalada armamentística asiática y con un planeta en el que los puntos calientes se multiplican y a veces llegan a la incandescencia.

Es larga la lista. Taiwán y el entero espacio marítimo del mar de la China meridional. Myanmar, con su ejército golpista enzarzado en una guerra civil. Yemen, Siria y Libia, desgraciadas reliquias bélicas de las primaveras árabes fracasadas. Desde hace un año, Etiopía, donde se está hundiendo el proyecto federal y democrático de Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz de 2019 y ahora jefe bélico contra los rebeldes del Tigray, sospechosos unos y otros de crímenes de guerra. Y puede crecer todavía. En los conflictos enquistados de Ucrania, Georgia, Armenia; alrededor de Irán; entre Pakistán e India; en Irak y Afganistán. O más cerca en nuestro vecindario: dentro de la república multinacional de Bosnia, o entre Marruecos y Argelia.

Cuando huele a pólvora, lo peor es quedarse dormido.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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