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COLUMNA
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Alucinógenos BCN

La fórmula que convirtió a la capital catalana en exitosa urbe global de servicios y sin industria se agota. Y eso no quiere verse

Bicicletas en el carril bici de la intersección de Paseo de Gracia con la Avenida Diagonal de Barcelona.
Bicicletas en el carril bici de la intersección de Paseo de Gracia con la Avenida Diagonal de Barcelona.MASSIMILIANO MINOCRI (EL PAÍS)

El estramonio. Hace un par de semanas me lo descubrió Javier Marías. Para denunciar la “cruzada primitivista y retrógrada” del consistorio Colau, explicaba que en los parterres del Paseo Lluís Companys creció esa planta venenosa. Aunque desde tiempos inmemoriales se ha usado para flipar, y según dicen los más afortunados tiene la virtud de generar orgasmos (siempre que se aplique, eso sí, en zonas potencialmente excitables), el estramonio es poco recomendable. Así lo constataron hace años estudiantes valencianos el día que acabaron la selectividad. Un desconocido les ofreció “líquido de brujas” y cinco le dieron un sorbo. Primero se desmayaron y luego tuvieron que ser ingresados. Peor suerte corrió una pareja en Getafe. En una rave aceptaron una bebida similar y al cabo de pocas horas lamentablemente fallecieron. De inmediato el alcalde de la localidad decidió arrancar las 1.200 plantas que crecían en el municipio.

No sé si la maligna Ada Colau ha respondido con la misma celeridad al haberse avistado un nuevo ejemplar de estramonio en la ciudad. La vio Isaura Marcos, mandó las fotografías a La Vanguardia e identificó dónde estaba esa planta conocida también como “manzana espinosa”, “higuera del infierno” o “hierba del diablo”: en el huerto del monasterio de las monjas clarisas en Pedralbes. Pero aunque los de salud sean los principales problemas que causa el estramonio, no son el único mal rollo que provoca. Tampoco molan el tipo de alucinaciones que activa. Quien lo probó, lo sabe. Como las cruzadas, suelen ser desagradables.

Uno diría que de ese tipo son las que padecen los creadores de opinión que miran Barcelona morbosamente y que trabajan para instalar un estado de ánimo depresivo. En cualquier rincón, como le ocurre a Marías, descubren señales de decadencia y, por ejemplo, interpretan las medidas para reducir el tráfico de vehículos como una demostración más de “la enloquecida cruzada colauita contra los coches”. Y sí. Ha habido imposición sin diálogo con actores claves de la ciudad y no es menos cierto que se han tomado medidas de urbanismo táctico a la brava y sin que esta vez nos perdiera la estética. Pero son respuestas a una crisis anunciada desde hace lustros: la obsolescencia de la estrategia de desarrollo que convirtió Barcelona en exitosa ciudad global de servicios y sin industria. De ese modelo se ha vivido más que bien durante tres décadas —en especial el sector inmobiliario y el turístico, sus principales beneficiarios—, pero esa fórmula se agota. Eso es lo que no quiere verse.

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Para no verlo, ante el desconcierto del agotamiento, la nostalgia actúa como un alucinógeno consolador. En el arranque de su artículo Marías recordaba el fervor de los setenta. Es un clásico. En el plano cultural lo hubo y ahora lo muestra la notable exposición sobre la contracultura que puede verse en el Palau Robert. Pero la memoria de ese legado o actúa como motor de conciencia crítica o solo funciona como mito para invisibilizar la cutrez de los barrios obreros del desarrollismo que los ayuntamientos democráticos transformaron poco a poco. Claro que la píldora nostálgica que más circula es la que teletransporta al verano del 92, cuando los Juegos Olímpicos fueron trampolín público/privado para que la ciudad mutase y se convirtiese en la urbe cool del Mediterráneo que ha actuado como un poderoso imán.

La energía que captaba (y capta) ese imán tramó una red de intereses, para bien y para mal, y sus beneficiarios, como es lógico, y puede ser positivo, quieren perpetuarlos. Desde el primer momento identificaron a Colau como una amenaza porque su discurso evidenciaba injusticias (la primera, la vivienda) aceleradas por el modelo en extinción. Desde entonces, en lugar de consensuar una estrategia de desarrollo adaptada al presente y para el futuro, viene construyéndose la campaña ideológica de la decadencia. Y al final la ciudad, atrapada en ese imaginario decadente, será la principal perjudicada de su campaña, obligados todos a morder la “manzana espinosa”.


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Sobre la firma

Jordi Amat
Filólogo y escritor. Ha estudiado la reconstrucción de la cultura democrática catalana y española. Sus últimos libros son la novela 'El hijo del chófer' y la biografía 'Vencer el miedo. Vida de Gabriel Ferrater' (Tusquets). Ejerce la crítica literaria en 'Babelia' y coordina 'Quadern', el suplemento cultural de la edición catalana de EL PAÍS.

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