Pediátrica
Hemos llegado a cumplir unos años y nos aferramos al sistema público de salud como clavo ardiendo para mantener la salud propiamente dicha, pero también la dignidad
Hemos llegado a una edad en la que, en las cenas, hemos de poner límite a las conversaciones sobre la salud. Tensión por las nubes, lumbalgia, hígado graso… Caminamos, inexorable y barrocamente, hacia la destrucción y, aunque sabemos que ni siquiera la muerte iguala a los seres humanos, hacemos como si no fuera a pasar porque vivir de otra manera es tontería y, más allá de la propia finitud, hay personas que con generosidad se interesan por asuntos que las exceden: justicia planetaria, La Palma después de la erupción, cambio climático, el futuro de quienes nacerán a mediados del siglo XXI y de quienes quizá no puedan dejar de trabajar hasta los 75. En las cenas también hablamos de los impuestos del 7% para las grandes empresas que pagan la mitad a la Hacienda pública que usted y yo. Somos gente cultita de clase media que ha traspasado el eje de simetría de la esperanza vital y, en lugar de debatir sobre calambur y ficción contemporánea, comenta la soledad de John Banville en su caseta de la Feria de Libro. A mí me tocó firmar con Mala Rodríguez y entendí lo que es ser una diva. Mientras ella firmaba sin parar, decía señalándome “Vengan, vengan, aquí hay una escritora de verdad”. No vino ni Diosa, pero ¿cómo no quererla? Buena tía, la Mala. Deslumbrante oxímoron.
En fin, que hemos llegado a cumplir unos años y el sistema público de salud, al que nos aferramos como clavo ardiendo para mantener la salud propiamente dicha, pero también la dignidad, nos incluye en programas de radiodiagnóstico mamográfico o de prospección intestinal que son recibidos con entusiasmo, resignación o miedo: el aplastamiento de teta es un tema no menor y los viajes astrales de algunos sujetos con la anestesia de las colonoscopias, también. En este punto de las cenas, escamoteamos la escatología alabando la textura de la sopa de pescado. Tomamos un sorbo de vino. Nos entregamos a los placeres de la carne que se come con cuchillo y tenedor acaso para evitar los tirones del contorsionismo o del canibalismo erótico. El Eros no nos acerca al Tánatos. Sin embargo, la otra noche la cuna y la sepultura se fundieron intensamente cuando uno de los comensales comentó que, después de haber pasado por el rito colonoscópico, le enviaron un mensaje para revisar los resultados con su médica de cabecera. Al llegar, la sorpresa fue mayúscula: en su centro de atención primaria, le mandaron a la consulta de la puericultora que, entre dibujos fijados con celofán a las paredes, le describió cómo le habían quemado ciertos polipillos y le habían dejado el recto más limpio que los chorros del oro. Sabíamos que nuestra sociedad estaba puerilizada, pero nunca pudimos sospechar que tanto. A los postres, nos reímos mordiéndonos la lengua para que no nos cortasen la digestión los sapos y culebras del malestar político en torno a la precarización de la sanidad pública. Según este periódico: “La Comunidad de Madrid debe a los cuatro hospitales públicos de gestión privada del grupo Quirónsalud un total de 1.248,7 millones de euros”. Me pregunté secretamente dónde estaría nuestra doctora Ana Pilar, y mi marido, que era el paciente enano, el aniñado hombre maduro, el niño de la colonoscopia, el Peter Pan intestinal y el Benjamin Button, confesó que salió de la consulta con una piruleta, un poco desconcertado, pero muy rejuvenecido.
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