‘Tempus fugit’
Los modernos solemos vernos a nosotros mismos como arrastrados por un río gigantesco, salvaje y poderoso al que llamamos “la Historia”


Los modernos solemos vernos a nosotros mismos como arrastrados por un río gigantesco, salvaje y poderoso al que llamamos “la Historia”. Imaginamos un potente flujo de tamaño cósmico en el que flotan o se ahogan unos diminutos muñecos que a veces llevan sombreros emplumados y otras visten sayas. Lo más asombroso es que en ese río cambia el aspecto de los náufragos con cada meandro. Durante mil años la gente apenas se movió de sus casas y campos. De pronto, en un meandro que solemos llamar “renacimiento”, pueblos enteros empezaron a agitarse. Los españoles se expandieron por América, los turcos por Europa y Asia, los franceses por África, los ingleses por el mundo entero. Fue como si les hubiera atacado una inquietud, un agobio que sólo podía curarse descubriendo culturas, religiones, continentes, disímiles de los nuestros.
Estos cambios de época, el paso del cristianismo al Renacimiento, por ejemplo, son asombrosos porque comparados unos con otros constatamos que cambian los sombreros, los zapatos, el baile y los gobiernos, pero seguimos siendo idénticos: unos despojos flotantes que hoy se rapan, se pinchan un aro en la nariz y se tatúan, pero no creen parecerse en nada a los papúes guineanos.
Cada época trae su propio atuendo, aunque a veces es tan pesado que tememos ahogarnos. Así sucedió en los siglos XV y XVI, cuando Italia se convirtió en el terreno de la guerra continental. Allí se mataron cientos de miles de soldados alemanes, franceses, españoles e italianos en constantes batallas, traiciones y carnicerías en cuyo centro se alzaba la figura repulsiva de un Sumo Pontífice armado hasta los dientes. Pero el río también arrastró una erupción artística incomparable. Buen resumen, con algún melindre políticamente correcto, el de Catherine Fletcher en La Belleza y el Terror (Taurus).
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