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tribuna
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El océano no tiene nación

Los 500 años del viaje de la primera circunnavegación han sido material sensible dirigido hacia un derrotero que en muchas ocasiones poco tiene que ver con aquella empresa y sus artífices

Isabel Soler Quintana
El océano no tiene nación / Isabel Soler
Eulogia Merle

Quizá les apetecerá saber una cosa importante que ocurrió por estas fechas, concretamente el 16 de septiembre, aunque hace 500 años. Costó un poco, dos años de navegación, pero por fin en los documentos de entonces entra en escena alguien bien conocido en España, al menos en estos últimos tres años de celebraciones del Quinto Centenario de la Vuelta al Mundo. La cosa importante es que en la lujosa Brunei y un poco a trompicones, el maestre Juan Sebastián Elcano fue nombrado capitán de la más marinera de las dos naves que quedaban de la destartalada Armada de las Molucas.

Digo a trompicones porque, tras ser muy bien tratados por el rajá Seri Paduka (Siripada, en los documentos) y habiendo obtenido licencia para comerciar, los españoles acabaron por estropearlo todo. Y digo “españoles” por resumir, y porque, como es bien sabido, la Armada iba en busca del clavo y la nuez moscada en nombre del rey Carlos I, pero, a estas alturas de las celebraciones quintocentenarias, también es muy bien sabido que aquella la tripulación estaba formada por una considerable variedad de nacionalidades, hasta un niño tupí-guaraní iba en las naves (quien, por cierto, se quedó en Borneo: lo abandonó su padre). En realidad, los españoles se asustaron al ver más de cien praos que se acercaban a la Trinidad y la Victoria. Izaron velas rápidamente y, por si acaso, atacaron unos juncos que tenían cerca y resultó que en uno de ellos estaba el capitán general del rey de Borneo. Mal asunto: Siripada se iba a enfadar mucho.

Se asustaron los españoles, pero también parece que no les costaba demasiado ponerse a la defensiva e incluso hacer el pirata si tenían oportunidad, porque además del ataque a los juncos, decidieron retener “a dieciséis hombres principales para llevarlos a España y a tres mujeres”, que “más tarde se las quedó João de Carvalho”, cuenta el gran cronista Antonio Pigafetta. Este João Lopes de Carvalho, piloto de la Concepción y después de la Trinidad, era en aquel momento el capitán mayor al haber ocupado el puesto de Fernando de Magallanes tras su absurda muerte cinco meses antes en la pequeña isla filipina de Mactán. También era, dicho sea de paso, el padre del niño tupí-guaraní. Y por esta y otras actitudes avariciosamente piratescas —quizá también por no haber sido capaz de llevar las naves a las tan ansiadas Islas de las Especias—, fue destituido. El puesto de capitán de la Trinidad lo ocupó el alguacil Gonzalo Gómez de Espinosa y, como ya imaginan, la capitanía de la Victoria recayó en Juan Sebastián Elcano.

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O esto es lo que se suele pensar, porque en realidad, las capitanías no quedaron exactamente así. En la Información del 18 de octubre de 1522 ya en Valladolid —en la que Elcano, el piloto Francisco Albo y el barbero Fernando de Bustamante debían demostrar que durante el viaje la hacienda regia no había sido defraudada—, entre las preguntas comprometidas que los informantes tuvieron que responder y en las que culparon de todo a João Lopes de Carvalho (que a fin de cuentas, ya estaba muerto y no se podía defender), el piloto Francisco Albo explicó cómo se había repartido el gobierno de las dos naves. Mientras en su declaración, Elcano se adjudicó todo el liderazgo durante el último año de la expedición, Albo registraba una especie de directorio formado por Gómez de Espinosa, Elcano, el maestre genovés de la Trinidad Juan Bautista de Punzorol y el escribano de la Victoria, Martín Méndez. Así reorganizados los cargos, largaron velas de Brunéi y buscaron un lugar para calafatear las naves, que, por las coordenadas que da Pigafetta, posiblemente fuera la isla de Balabac, al sur de Palawan, lo cual demuestra que habían vuelto atrás y al norte, sin tener claros los rumbos. Y allí estuvieron 42 días.

De momento, las que seguimos el viaje magallánico estamos aquí, en Balabac, una pequeña isla filipina. Falta mucho todavía para llegar a Tidore, una de las cinco islas del Moluco, las únicas que por entonces poseían el ansiado clavo. Falta un año todavía para que Juan Sebastián Elcano y un puñado de hombres más consigan remontar el Guadalquivir con la nao Victoria. Hay que decir que entretenimiento no nos falta, aunque ha bajado un poco la efervescencia, porque, desde que en septiembre de 2019 zarparon las naves de las Especias y mientras esperamos con paciencia el regreso de la Victoria, se han celebrado y se seguirán celebrando todo tipo de actividades conmemorativas. No es para menos, han pasado 500 años desde que se consiguió la más espectacular de todas las epopeyas marítimas. Es la epopeya de un gran negocio especiero ideado por el portugués Fernando de Magallanes que termina como una enorme historia trágico-marítima, por la siembra de muertes que ese viaje de tres años y 70.000 kilómetros fue dejando a lo largo y ancho de tres océanos.

Las epopeyas hay que celebrarlas, claro que sí, y suelen nacer con gran expectación, crecer con mucha pompa y circunstancia y morir para pasar cien años en silencio hasta el próximo festejo. Sin embargo, los 500 años del viaje de la primera circunnavegación del mundo han sido material sensible dirigido hacia un derrotero que en muchas ocasiones poco tiene que ver con aquella empresa y sus artífices. Mientras esperamos que vuelva la Victoria, demasiadas veces se ha poseído el viaje de la vuelta al mundo y a sus autores, desnudándolos de su historia para vestirlos de emociones identitarias difundidas por medios de comunicación de toda índole, algunos de ellos muy serios y otros, directamente torticeros y distorsionadores del relato real por mera voluntad ideológica e incluso nacionalista. La odisea se prestaba a ello, y sus protagonistas fueron personajes tan novelescos que casi pedían a gritos su amaño biográfico e histórico. Es el caso de Elcano, por ejemplo, del que infelizmente se tiene muy poca información y, para suplirla, en esas gordas novelas históricas o biografías que han ido apareciendo, lo que se cuenta es el viaje de circunnavegación, no la vida del maestre de Guetaria, sencillamente porque su nombre aparece muy poco por los papeles antiguos. Pero lo de convertir a esos hombres en superhombres, en héroes, en visionarios, viene de lejos y empieza con los propios cronistas y por culpa de las competitivas políticas regias. Después, con el paso de los siglos, llega la necesidad de celebrar esas espectaculares epopeyas y entonces los héroes se convierten en símbolos nacionales, y de pronto las identidades nacionales adquieren mayor relieve que las identidades heroicas. Es cierto que Fernando de Magallanes es un héroe atípico. No fue ni es un personaje demasiado querido en Portugal, su país natal, y ya los cronistas oficiales pocos años después de su viaje lo vieron desagradecido, rencoroso y traidor. Y tampoco despierta pasiones en España, volcada con entusiasmo hacia el otro gran héroe de la vuelta al mundo que fue Elcano. Pero, en realidad, este viaje va de alguien que tuvo una idea, se empeñó en llevarla a cabo y le salió mal. Sí, el viaje de la Armada de las Molucas salió mal. Sin embargo, esa idea fallida tuvo consecuencias descomunales, porque primero Magallanes, y después Elcano y los supervivientes de la nao Victoria, le dieron un impensado y tajante golpe de gracia a la realidad del mundo. Tras ellos, el mundo debía volver a ser pensado y nuevamente dibujado. De momento estamos en la pequeña Balabac. Nos queda un año de océanos.

Isabel Soler Quintana es profesora de literatura y cultura portuguesa y autora de la biografía en prensa Magallanes & Co (Acantilado).

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