El dinero de las autonomías
Los tanteos de alianzas entre comunidades de distinto signo enriquecen el debate financiero si no enquistan posiciones
La parálisis autonómica característica de los sucesivos gobiernos del PP ha dejado una herencia perversa. El sistema de financiación acordado en 2009 —mediante un complejo sudoku difícil de repetir— debió reformarse en 2014, lo que no se hizo pese a la recuperación económica ya consolidada. La reciente crisis, y sus urgencias, no han contribuido a acelerar la reforma. Y la movilización independentista tampoco ha ayudado.
La pandemia lo ha complicado, puesto que, para salvar a todas las administraciones del naufragio de 2020, el Gobierno les ha transferido las mayores contribuciones de la historia. Eso ha servido para lo esencial, mantener su continuidad. Pero también ha anestesiado la conciencia de que la situación financiera era insostenible y debía ser reformada.
Ese es uno de los propósitos del actual Gobierno para los próximos meses. Su pistoletazo de salida debe ser la revisión técnica de la población ajustada —el criterio básico del sistema— que se calculará en noviembre. En vísperas de ese ecuador, algunos presidentes autonómicos toman posiciones, lanzan cálculos y plantean posibles alianzas. Es una tarea positiva y meritoria, sobre todo porque discurre entre líderes políticos de distinto signo ideológico, que buscan afinidades en función de los criterios objetivos que más los beneficien. Y eso sucede pese al hecho incontrovertible de que el clima generado desde la oposición mayoritaria para nada favorece ningún tipo de acuerdo, en particular si ese resultado pudiera dotar de mayor estabilidad a la coalición de gobierno.
La tarea de reeditar un consenso básico —o al menos, disensos benignos—, que pese a todas las dificultades se logró bajo el Gobierno de Zapatero mediante la discreta batuta del vicepresidente económico Pedro Solbes, se augura así hercúlea.
A las dificultades del enquistamiento de los problemas, y de una financiación siempre reputada como insuficiente en relación con las ambiciones de cada Administración, se les añaden otras. Una es la percepción de las comunidades menos prósperas de que el esfuerzo de los territorios contribuyentes netos (Madrid, Cataluña, Baleares), aun siendo considerable, no alcanza a compensar las asimetrías de los desequilibrios territoriales generados tras la crisis pandémica. Otra, la evidencia de que el efecto ultrabeneficioso de la capitalidad madrileña multiplica su distorsión al acompañarse de una competencia fiscal bajista muy polémica.
Y otra, en fin, que la amplia sobrefinanciación por habitante de las comunidades forales respecto de las de régimen común de ninguna manera se corrige —ni siquiera se modula— con el mero transcurso del tiempo.
En estas vísperas de tanteos van perfilándose varios alineamientos, por fortuna no enquistados como frentes: el de las peor financiadas (Valencia, Andalucía, Murcia), que subrayan la necesidad de aplicar con rigor el criterio del peso de la población; el de las interiores, que aluden a la despoblación, la dispersión o el envejecimiento, y el de las contribuyentes netas, más implícito, que desean ajustar a la baja su aportación.
Si nadie aprovecha para utilizar este río relativamente revuelto en siniestra ganancia de pescadores; si se arbitra un sistema de debate claro, más allá de las comisiones técnicas y del Consejo de Política Fiscal y Financiera; si este se dota de transparencia, participación y calidad técnica, por ejemplo en el Senado, como ocurre en el Bundesrat alemán, que registra al respecto discusiones titánicas..., si sucede todo eso, las tensiones latentes pueden abrir oportunidades para todos. De lo contrario, se convertirán en otro vía crucis.
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