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Columna
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Nostalgia de la buena

Tan falaz es que todo tiempo pasado fue mejor como lo contrario. ¿Por qué es más de izquierdas matar al padre que amarlo y aprender de él?

Sergio del Molino
Manifestación del movimiento 15-M ante el parque de la Ciutadella de Barcelona en 2011.
Manifestación del movimiento 15-M ante el parque de la Ciutadella de Barcelona en 2011.
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Enfermos de nostalgia

Ulises se pasa todo el kilometraje de la Odisea sintiendo nostalgia. Es su combustible, la fuente de energía eternamente renovable que lo empuja hacia el final del poema, cuyos versos no contienen la palabra nostalgia, porque aún no se había inventado. Nostalgia es un neologismo creado por el médico suizo Johannes Hofer en 1688, mezcla de las palabras griegas nostos (regreso) y algia (dolor). Definía una enfermedad que sufrían los soldados de aquel siglo infame al preguntarse qué carajos hacían disparando a otros desgraciados en tierras extrañas cuando podían estar tan ricamente en su pueblo ordeñando vacas. La nostalgia fue una enfermedad hasta el siglo XIX, cuando devino ese sentimiento comercial y rentable que es hoy. Entre los tratamientos que la aliviaban (porque se tenía por incurable) estaban el ejercicio físico, las sanguijuelas y el opio. Un general ruso del siglo XVIII, más expeditivo, ordenaba enterrar vivos a los soldados aquejados del mal. Otro militar, este norteamericano, sometía al paciente a la humillación pública por parte del resto de la tropa.

La nostalgia sigue siendo una enfermedad política para esa izquierda que emprendió en el 15-M la también muy griega tarea de matar al padre, al padre del 78. Señalan a los nostálgicos como apestados. En su versión del progresismo no caben ni un suspiro, ni una miradita atrás, ni una miga de magdalena de Proust, como si los sueños marxistas no estuviesen hechos de añoranzas de sociedades primitivas o como si en el ecologismo no vibrara el recuerdo imposible de un mundo sin revolución industrial. No hay caso: la nostalgia es un pecado incurable que solo merece la hoguera.

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La escritora Svetlana Boym, autoridad intelectual desprejuiciada, distinguía dos nostalgias, la buena y la mala, como el colesterol. Llamó a la mala restauradora: es la de los nacionalistas y los tradicionalistas, los que quieren volver a un pasado mítico. La buena es la reflexiva, donde “la añoranza y el pensamiento crítico no son conceptos opuestos”. Esta se recrea en algunos pliegues del pasado como estrategia para entender el presente e inspiración para un futuro.

Tan falaz es que todo tiempo pasado fue mejor como lo contrario. ¿Por qué es más de izquierdas matar al padre que amarlo y aprender de él? ¿Quién sale ganando si toda nostalgia es enferma? Esta última me la sé: los de las banderas, los restauradores gritones que solo conciben el futuro como una resurrección del pasado.

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Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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