El rubicón venezolano y la negociación en México
Si el chavismo y la oposición fijan por consenso un cronograma de elecciones más competitivas, la posibilidad de que el drama se repita sigue siendo altísima y sin árbitros creíbles ningún acuerdo será definitivo
En una encuesta reciente, la opinión pública venezolana revela un fuerte deseo de ver un cambio democrático en el país, pero sus ciudadanos persisten en el escepticismo sobre poder observar esa transformación en el corto plazo. No es para menos. Venezuela ha tratado todo tipo de malabarismos, desde protestas masivas, votaciones, abstenciones electorales, insurrecciones e incluso el apoyo a un Gobierno interino, que se ha venido debilitando tanto internacional como domésticamente sin lograr ese viraje democrático. Dos terceras partes de la población dicen abiertamente querer un cambio político, y más de la mitad de las personas aceptan que cualquier salida pasa por una negociación entre el chavismo y la oposición. Esa misma mayoría piensa que la probabilidad de que un proceso de esa naturaleza pueda llegar a ocurrir, con Maduro en el poder, es verdaderamente baja. Este es sin duda el mayor triunfo del chavismo: la gente optó, en medio de una destrucción económica y una crisis de servicios públicos nunca vista en la historia moderna de América Latina, por asumir que el cambio político de una nación petrolera en ruinas es más una aspiración que una certeza.
Es por ello que la opinión pública reaccionó con una absoluta incredulidad cuando las delegaciones de Maduro y de la oposición se reunieron sorpresivamente en Ciudad de México a principios de agosto, después de varios meses de conversaciones secretas, para iniciar un nuevo proceso de negociación. Aunque también dejó transpirar un deseo oculto que la negociación pudiese poner un punto final a tantas penurias. El acto en el Museo de Antropología de México, en el que ambas partes firmaron unos principios y unas reglas, así como un objetivo común de buscar restaurar el orden constitucional para promover una convivencia pacífica -en un acto sobrio y corto-, parecía más bien un verdadero milagro. ¿Puede realmente este proceso de negociación en México resultar exitoso? ¿No será el mismo círculo vicioso al que ya hemos asistido en el pasado? Las delegaciones, que se vuelven a reunir del 3 al 6 de septiembre, ahora deben demostrar que esta vez el proceso va en serio y que aquello no fue una simple ceremonia protocolar.
Hay indicios para ser moderadamente optimistas. Para empezar, la oposición, en especial su ala más dura, que ha sido fuertemente reprimida y tiene a sus líderes más representativos en el exilio, ha terminado por aceptar que la negociación es inevitable y que sus alternativas para subvertir por la fuerza a los militares y a otros factores del chavismo, a través de sanciones y la máxima presión internacional, es un camino que fracasó. El chavismo y las fuerzas armadas se mantienen cohesionados frente a esas amenazas externas y tienen la disposición de seguir profundizando un modelo autoritario si es necesario. El ala más moderada de la oposición, en cambio, en conjunto con la sociedad civil venezolana, realizó una serie de negociaciones en Caracas con el chavismo, que permitió una renovación del Consejo Nacional Electoral en mayo de este año, sin que fuera bombardeada por Estados Unidos y que fue declarada por Europa como un primer paso en la dirección correcta. También terminó por convencer a sus detractores, en especial al interinato de Guaidó, de la conveniencia de retomar negociaciones más amplias e integrales con la facilitación del Reino de Noruega.
Es así como la oposición democrática asiste a Ciudad de México, con todas sus distintas facciones presentes, sabiendo que las sanciones internacionales y el aislamiento diplomático ya no sirven para cambiar de régimen, pero sí, quizás, para negociar una “apertura” político-electoral del sistema. Llegan a la mesa un poco tarde, aunque con un mayor sentido de las ásperas restricciones que enfrentan, con heridas internas profundas entre radicales y moderados que aún deben ser sanadas. Ambos grupos ya dan por descontado que la lucha es electoral y que una transición rápida por la vía de la fuerza pareciera haberse evaporado. Los partidos del llamado G4, sin una unidad política verdadera que conecte con los sufrimientos de la población y aun obteniendo condiciones electorales más favorables, corren el riesgo de perder los comicios, incluyendo las elecciones regionales y locales que se están organizando para noviembre de este año y que pueden llegar a contar con la observación europea.
El chavismo también llega a la conclusión de que la negociación es necesaria. Acepta que no tiene manera de desmontar las sanciones internacionales ni obtener ningún tipo de reconocimiento político –aún sin ser legitimado– sin pasar por alguna transacción con la oposición que sea a su vez validada por la comunidad internacional. También entiende que requiere de un marco institucional que lo proteja, al menos en la jurisdicción venezolana, de los procesos judiciales que algunos altos personeros mantienen abiertos en EE UU y de otro que sigue en curso en la Corte Penal Internacional. El chavismo ha invertido muchos recursos en dividir a la oposición y también en tratar de negociar directamente con EE UU sin ningún tipo de intermediación opositora. Todos estos esfuerzos han fracasado. Al final, el chavismo ha tenido que admitir que solo una solución negociada con la oposición democrática, con la facilitación de Noruega en México, le puede permitir una “normalización” política, su reinserción internacional y una mayor protección judicial.
Lamentablemente, la idea de una negociación exitosa también es frágil. La razón: la oposición no lleva ninguna alternativa real a la mesa y su poder de negociación es más bajo. Por el contrario, el chavismo puede optar por abandonar la mesa y seguir resistiendo en el poder tal como lo viene haciendo, aún si eso supone incurrir en algunos riesgos en el mediano y largo plazo. Esto va a plantear serios dilemas para la oposición, quienes van a tener que convivir con un acuerdo en el caso de que se produzca una solución, y en el que deberán otorgar muchas garantías a los chavistas y también muchos controles sobre los tiempos y la forma de ejecución de cualquier acuerdo político-electoral. La idea de que Maduro va a abandonar el poder en el corto plazo o que si pierde alguna elección no va a buscar resguardarse política y judicialmente es más una aspiración que un dato objetivo. Uno de los problemas que va a enfrentar la oposición es que la amenaza de las sanciones como instrumento de negociación es menos efectiva que hace unos años atrás, en parte porque el régimen ha aprendido a convivir con ellas. Eso no quiere decir que no prefieran que sean removidas, pero en cualquier caso tendrán que hacerlo más en los términos que ellos aspiran que en los que a la oposición le hubiese gustado conceder para garantizar la “irreversibilidad” de una transición democrática.
Afortunadamente, la hábil facilitación de Noruega, con el aval tanto de Europa como de EE UU, ha fabricado ciertos cambios a la arquitectura de la negociación que permiten darle mayor flexibilidad al proceso. Esta arquitectura también se ha construido con el apoyo de Rusia, China y Turquía. Las partes han concedido que en principio la negociación debe ser integral, es decir, que los puntos de la agenda solo se dan por concluidos cuando todo esté negociado. Pero también aceptan que podrán ir avanzando por fases o por acuerdos parciales en la medida en que las partes así lo acepten. EE UU ha respaldado esta posición al anunciar públicamente que las sanciones se podrán ir removiendo progresivamente de acuerdo a cada una de los acuerdos parciales que las partes hayan ido alcanzando, siempre que estos sean definitivos.
Hasta el momento ningún actor ha precondicionado los resultados de ningún acuerdo a un avance de elecciones, sino a un cronograma electoral que esté previamente fijado y consensuado. En principio, ese cronograma, según la visión chavista, incluye elecciones regionales y locales en 2021, revocatorio presidencial en 2022, elecciones presidenciales en 2024 y elecciones legislativas en 2025. De acuerdo a la visión opositora, tanto las elecciones presidenciales como legislativas deben ser repetidas, pues los últimos comicios han sido fraudulentos e ilegítimos. Curiosamente, ningún país, y muy especialmente EE UU, ha solicitado expresamente un adelanto de elecciones, sino que han sido enfáticos en demandar la restauración de todos los derechos políticos y civiles y el otorgamiento de garantías electorales como piso mínimo de la negociación. No obstante, EE UU ha dicho que no dejará de reconocer a Guaidó como presidente interino, así sea simbólicamente, ni tampoco reconocerá ningún poder público chavista en tanto no haya elecciones libres y la renovación de los poderes públicos haya ocurrido en su totalidad.
Lo que sí está muy claro es que tanto el chavismo como la oposición, para poder a travesar las peligrosas corrientes del “rubicón” venezolano en Ciudad de México, van a tener que terminar convenciendo a la opinión pública con hechos concretos. La única manera de hacerlo es dando señales muy claras de que les importa el bienestar de la población, y que están realmente dispuestos a enfrentar la crisis humanitaria de inmediato, ampliando el programa de alimentación de las Naciones Unidas y dándole acceso a las organizaciones multilaterales para resolver los problemas tan graves de servicios públicos. Lo mismo con la creación de un programa nacional de vacunación para enfrentar la pandemia. El chavismo también tendrá que mostrar, desde el inicio, su disposición a que esa “normalización” de la vida política pase por la liberación inmediata de todos los presos, el retiro de las inhabilitaciones y la des-judicialización de los partidos políticos. Sin esos primeros acuerdos parciales, que es lo que debería comenzar a dibujarse en esta próxima ronda de negociación en Ciudad de México, la población continuará observando el proceso con mucha cautela, por no decir sin interés.
Ambas delegaciones también tendrán que aceptar que el proceso no podrá estar circunscrito simplemente a lo electoral. Deben comprometerse a conceder que el conflicto político existente es estructuralmente institucional. Aun cuando se fije por consenso un cronograma de elecciones más competitivas, la posibilidad de que el mismo drama se repita es altísima y sin árbitros creíbles ningún acuerdo será definitivo. El país corre el riesgo que aún cuando la comunidad internacional remueva sanciones, las mismas puedan volver a ser instauradas. En una democracia, las elecciones generan ganadores pero lo que permite verdaderamente la convivencia para los perdedores son las instituciones. En el caso venezolano, la lista de reformas es larga porque la destrucción ha sido completa: independencia de los poderes públicos, eliminación de la reelección indefinida, garantías políticas y financieras a la gestión de alcaldes y gobernadores y controles sobre la transparencia del presupuesto nacional y una lucha abierta contra la corrupción. Sin un reconocimiento de estos problemas, Venezuela seguirá condenada. Adicionalmente, está la necesidad de enfrentar los temas de justicia transicional –que deben ser abordados rápidamente pues la complejidad legal es enorme y nadie abandonará su poder, por más pequeño que sea, sin ellas. Sin este tipo de reformas institucionales, que muy probablemente pasen por enmiendas constitucionales puntuales, la oposición puede que llegue a negociar su reinserción electoral, pero en ningún caso, podrá asegurarse de un verdadero proceso de democratización. Es por ello que el “rubicón” institucional venezolano es grande: pensar que esas negociaciones en México serán cortas es ilusorio. Todos deberán aceptar que el proceso será largo, tortuoso y que van a tener que comerse muchos sapos de distintos colores y tamaños para poder llegar a algún acuerdo.
Michael Penfold es investigador del Global Wilson Center en Washington y Profesor del IESA en Caracas
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