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TRIBUNA
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Una posición ingrata

He aprendido a tener deseos de una forma de españolidad más plural que redujese extremismos y que aplacase banderas

Zira Box
Sanidad acepta todas las peticiones de las comunidades para avanzar en la desescalada
Banderas a media asta en la playa de la Malvarrosa el 3 de junio de 2020.Iván Terrón (Europa Press)

Hay posiciones intrínsecamente ingratas. La mía, sin duda, lo es. Madrileña concienzudamente plural, ubicada en una comunidad autónoma bilingüe y con un entorno laboral y parcialmente personal que se identificaría antes con algún tipo de articulación de Els Països Catalans que con España, me muevo entre arenas movedizas: resulto demasiado simpatizante de los nacionalismos subestatales para quienes me quieren en la Meseta e irremediablemente española (y quizá hasta españolista) para quienes me tratan por esta parte del Mediterráneo. Padeciendo, por tanto, la ingratitud de mi postura, siempre me queda poner al mal tiempo buena cara y reflexionar sobre qué es lo que se puede aprender cuando se sale del centro simbólico de nuestro Estado con el Nacionalismo banal de Michael Billig bajo el brazo: es decir, sabiendo que entre los homo sapiens nadie se libra de tener identidades y que lo que nos suele diferenciar son las distintas dosis de poder que nos permiten naturalizarlas e invisibilizarlas o, por el contrario, querer manifestarlas y reclamarlas.

Lo primero que he aprendido es justamente esto, que la neutralidad no existe, aunque suela constituir un espejismo tranquilizador para quienes siguen creyendo en objetividades y equidistancias. Porque si es evidente que pedir un requisito lingüístico de valenciano/catalán o tener un modelo de inmersión educativa es, por supuesto, una decisión política, también lo es, aunque pase mucho más desapercibida, no demandarlo o educar solo en castellano en territorios bilingües en los que esta última lengua no es el idioma materno de buena parte de sus habitantes.

He aprendido que las lenguas minoritarias corren el peligro de ser minorizadas, de modo que el garantizar los derechos lingüísticos de quienes no tienen como lengua propia el castellano implicará tener que proteger su espacio, si bien no siempre resultará práctico en términos comunicativos ni sonará lógico desde un criterio de simple economía interactiva. Si nos rigiésemos exclusivamente por las mayorías y por aquello que tiene utilidad viviríamos en un mundo más sencillo, pero menos democrático y respetuoso con una especie animal —la nuestra— que no puede no ser simbólica.

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He aprendido que, según señalaban recientemente en este mismo periódico los profesores Josep Maria Fradera, Xosé Manoel Núñez Seixas y José María Portillo, una lengua no es una nación, sino una forma de expresión y de comunicación, y que, como a todos nos gusta poder vivir en el idioma en el que pensamos y soñamos, todos ellos, no solo el nuestro, necesitan de inversión y promoción para que puedan mantenerse activos, independientemente de que los respalden quinientos millones de hablantes o apenas diez.

He aprendido que los círculos no se pueden cuadrar y que defender la pluralidad es incómodo, porque cuando se trata de cuestiones que llevan asociados debates sobre el modelo de Estado, decisiones sobre políticas públicas, símbolos y sentimientos de pertenencia, pueden justificarse con la razón cosas que, desde la emoción, resultarán pesadas, molestas y prescindibles. No me voy a engañar: a mí siempre me aburrirá el exceso de ruido identitario; me agotará saber que en ciertas situaciones hablar castellano o valenciano/catalán, decir Estado o España, Comunidad Valenciana o País Valencià me radiografiará frente a un potencial interlocutor susceptible; nunca dejarán de decepcionarme quienes, por definición, alaban todo lo que hace país —música, poesía, ciencia…— por poca calidad que esto tenga; y me encolerizará que se abanderen derechos lingüísticos para justificar medidas que no son sino cierres etnicistas y esencialistas. Pero estoy en una posición ingrata, ya lo advertí desde el principio, y la alternativa, esa que supondría dejar el aprendizaje del valenciano/catalán en territorios bilingües al deseo de cada cual o pensar que hay ciertas políticas lingüísticas que son eliminables ante un castellano que, al fin y al cabo, a todos nos hace iguales me resulta sencilla de corazón, pero inadmisible con la razón. Porque, dejado al albur individual, lo minoritario y lo minorizado (sea lo que sea, no solo lo lingüístico) perdería irremediablemente espacio en un mundo en el que terminaría habiendo exclusivamente Goliats.

Ante tanta ingratitud, he aprendido, finalmente, a tener deseos de una forma de españolidad más plural que pudiera sacarme del embrollo, que redujese extremismos y que aplacase banderas (quizá, como apuntaba hace pocos días Javier Moreno Luzón, yo también tenga ansias de patriotismo). Una españolidad que fuera en sí misma híbrida y en las que muchos y muchas nos sintiésemos enriquecidos por una diversidad que considerásemos nuestra. Una españolidad sin voracidad que aspirase al consenso, pero que no tuviese miedo de tener que gestionar unas inevitables dosis de disenso. Una españolidad en la que, quienes nos sentimos españoles y españolas sin esencias, pero con ganas de identidad, pudiéramos encontrar fácilmente la nuestra. Sé que son deseos ingenuos, pero es que, a diferencia de la realidad, desear no me sitúa en una posición ingrata.

Zira Box es profesora en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universitat de València.

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