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COLUMNA
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Nostalgia de permafrost

Hay que cambiar esa mentalidad aislacionista simbolizada por un aire acondicionado que nos permite contemplar en la pantalla, a unos confortables 22ºC, cómo se derrite el Ártico

Marta Rebón
Cúpula climatizada de un edificio de oficinas en Barcelona.
Cúpula climatizada de un edificio de oficinas en Barcelona.Ferran Mateo
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El permafrost: El “suelo congelado eterno" de Siberia se derrite

Prometeo entregó a los humanos el fuego —piedra angular de nuestra civilización—, pero lo que nos endiosó fue el aire acondicionado. Después de que en 1902 un ingeniero consiguiera regular por primera vez la temperatura y la humedad en una imprenta de Brooklyn, pasó de la industria y los espacios públicos a los privados, y transformó la manera de viajar, socializar y consumir. También abrazaron el invento las promotoras urbanísticas: erigieron rascacielos acristalados y colonizaron regiones cálidas sin tener que priorizar la eficiencia térmica, para regocijo de las eléctricas. Eso era el progreso, así se exportó. Pero esta historia feliz se vio enturbiada en los setenta, cuando se descubrió la relación entre gases refrigerantes y la destrucción de la capa de ozono. Era una paradoja: la tecnología que creaba islas climatizadas para comodidad de una fracción de la población favorecía el calentamiento del planeta. Según estimaciones, para 2050, en paralelo al aumento de la renta per cápita en los países en desarrollo y las economías más pobladas, se disparará el consumo eléctrico global destinado a la refrigeración mecánica. En Esferas II (1999) Sloterdijk decía: “lo que, por ahora, sigue siendo común a todos los habitantes de la Tierra es la móvil envoltura climática del planeta”, pero quien puede “se esfuerza por apartarse del aire malo compartido por todos”. Recibimos una herencia medioambiental que vamos a dejar más mermada, sin visos de que este círculo vicioso (y viciado) vaya a detenerse. Así hemos llegado al Piroceno, una época de incendios devastadores propiciados por condiciones climáticas cada vez más extremas.

Frente al cambio climático la actitud ha sido de lo más humana: dejarlo para otro día, cuando no invisibilizar el problema junto a aquellos que sufren las peores consecuencias, aun sin ser responsables, como en el Sahel. Mientras hoy el mapa de la desigualdad se colorea en rojo y azul, algunos piensan: ¿Qué más da si la temperatura global aumenta un grado y medio, si en casa o el coche puedo bajarla con un botón? Los avances han de pasar por cambiar esa mentalidad aislacionista simbolizada por un aire acondicionado que nos permite contemplar en la pantalla, a unos confortables 22ºC, cómo arde una isla griega o se derrite el permafrost siberiano. Hace cuatro siglos el poeta John Donne ya dio la clave: nadie es una isla; por eso, no preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.

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