Despotismo en el corazón olvidado de Europa
Los mecanismos de respuesta de la UE, así como su poder de ejercer presión, deben ser más ágiles, eficaces y resolutivos ante los zarpazos de un déspota acorralado como Lukashenko
Hace un año, cuando las calles de Bielorrusia se llenaron en protesta por los fraudulentos resultados de las presidenciales, todo apuntaba a que se había alcanzado el punto de no retorno en un país con el 80% de la economía en manos del Gobierno, un imaginario heredado de los tiempos soviéticos y toda oposición asfixiada o barrida. Los más jóvenes encauzaron esa energía renovadora mediante las nuevas tecnologías. Con Minsk convertida en la Silicon Valley oriental, los medios denominaron a ese movimiento revolución Telegram. Hoy esa singularidad en el corazón de Europa que parecía tener los días contados se ha convertido en una herida sangrante, cuando no en una amenaza, tras una política de tierra quemada contra la sociedad civil que ha hecho del país eslavo un erial para los derechos humanos. La represión ha alcanzado tal nivel de arbitrariedad —por colgar la bandera rojiblanca o llevar calcetines de esos colores se puede acabar ante un tribunal— que se viven escenas propias de los funestos años treinta, cuando se tenía una maleta preparada por lo que pudiera pasar.
El principio de supervivencia exige capacidad adaptativa. Lukashenko la ha practicado durante casi tres décadas, desde que se proclamó presidente en los comicios de 1994. Supo leer los temores de una sociedad nostálgica, presa de la incertidumbre y espectadora de una Rusia caída en el abismo. A cambio de poder, ofreció estabilidad y protección social. Con el recurso del palo y la zanahoria, ha mantenido el cetro: pequeños cambios y tímidas reformas para que nada cambie. Usó como cortina de humo la imprevisibilidad de su acción exterior: ahora abrazaba Europa, ahora Rusia, si bien la dependencia comercial y subsidiaria de Moscú ha marcado su camino, a veces de forma manifiesta, otras en la sombra. La violación de la legislación internacional en vuelos comerciales, la explotación de la inmigración ilegal contra Lituania y Polonia —una agencia turística estatal organizó para iraquíes y sirios paquetes con pasaje de ida, traslado, noche de hotel y desplazamiento hasta la frontera—, así como la actuación de sus servicios secretos en Ucrania, han disparado las alarmas, en especial de los bielorrusos cobijados en estos tres países. Cuanto más dura es una autocracia, menos efectivas parecen las sanciones de Occidente como única medida. Los mecanismos de respuesta de la UE, así como su poder de ejercer presión, deben ser más ágiles, eficaces y resolutivos ante los zarpazos de un déspota acorralado.
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