Pasar olímpicamente
Las redes, como hacen con todo últimamente, intentan convertir el deporte y sus buenas enseñanzas en un muñeco al que pegar, y los Juegos en el enésimo campo de batalla cultural
Cada cuatro años, el gigantesco Zeus que coronaba con sus 12 metros de marfil y oro el santuario a él dedicado, recibía a los participantes de los Juegos Olímpicos en la Antigua Grecia. Este Zeus, una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo, era testigo del juramento por el que los atletas se comprometían a competir con deportividad. La villa de Olimpia se convertía en la sede de esta celebración religiosa que buscaba estrechar lazos y favorecer la armonía entre pueblos y ciudadanos. El acontecimiento era tan importante que las polis griegas promulgaban una tregua. La paz olímpica empezaba antes y terminaba varios días después de la competición. El objetivo: que los atletas llegasen sanos y salvos a su destino de gloria y volviesen a casa con la misma seguridad.
Tras 12 siglos, la prohibición de celebraciones paganas del cristianismo acabó con los Juegos. Mil quinientos años después, Pierre de Coubertin recuperó la fiesta olímpica con un discurso que entrelazaba la palabra deporte con los conceptos paz, comprensión, unión... En 1896 Atenas fue la sede de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna. La antorcha olímpica volvía a casa.
Desde entonces, la competición nos ha regalado mucho más que un magnífico espectáculo deportivo. Los medios de comunicación de masas acercaron la competición al público general y permitieron registrar momentos llenos de simbolismo y relevancia histórica. Los Juegos de 1936, por ejemplo, concebidos como un alarde de superioridad racial y política del nazismo, nos regalaron la imagen de Jesse Owens ganando cuatro oros y derribando a golpe de medalla la teoría de la supremacía blanca. El logo de los cinco aros, que representan a los cinco continentes entrelazados, se ha convertido en símbolo de paz y en uno de los emblemas más reconocidos. La cooperación entre el COI y la ONU ha incidido en el papel del deporte como instrumento de diálogo y reconciliación, planteando recuperar la tregua olímpica del periodo clásico.
Con la televisión en casa, los Juegos se convirtieron en la ocasión de aprender sobre deportes minoritarios. De disfrutar de la belleza, el esfuerzo y la entrega. De comentar las jugadas y las medallas en familia, entre amigos. De emocionarse con las victorias y con las derrotas. Y, sobre todo, de acumular en la retina y en la memoria gestos conmovedores, generosos y solidarios. Difícil olvidar escenas como el abrazo de Nikki Hamblin y Abbey D’Agostino tras tropezar, caer y ayudarse en las semifinales de 5.000 metros de Río 2016. O los aplausos del público que llevaron en volandas al nadador guineano Eric Moussambani en Sidney 2000.
Tokio 2020 se despide después de dejarnos sus imágenes para la biblioteca de emociones: Nijel Amos e Isaiah Jewett cruzando juntos la meta tras su caída, el abrazo de Yulimar Rojas y Ana Peleteiro, el oro compartido de Mutaz Essa Barshim y Gianmarco Tamberi, la fortaleza de Simone Biles... Pero en la era de los ofendidos enfadados permanentes, de repente esto también resulta una afrenta contra la que hay que teclear muy fuerte en Twitter, no vaya a ser que las medallas pierdan brillo y haya una caída de agresividad que cause un caos mundial. Y como intentan con todo últimamente, el deporte y sus buenas enseñanzas se convierten en un muñeco al que pegar y los Juegos Olímpicos, en el enésimo campo de batalla cultural. Como si la solidaridad no fuera olímpica.
Afortunadamente la vida vive fuera de la bilis de las redes y el murmullo en las terrazas se alegra del bronce de Biles y se emociona con los que se ven compañeros y no rivales. Amigos para siempre, que decía el lema de Barcelona 92. Unidos por la emoción, el de Tokio 2020. Lo mejor cuando llega la nube tóxica con su ruido es pasar olímpicamente, no distraerse y seguir aplaudiendo a la vida.
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