Una visita al pazo de Meirás
El nombre de Pardo Bazán tiene que tener más peso que el de Franco en el futuro de este lugar
Resulta curiosa la afición de los dictadores por la arquitectura, cuanto más grandilocuente, mejor. Una vez asentados en el poder, ceden a la pulsión constructora para dejar su huella a la posteridad. También Franco cedió a esa tendencia, pero él no se construyó un palacio. Su decisión tomó derroteros político-religiosos y levantó la basílica del Valle de los Caídos. Como residencia, terminó apropiándose del pazo de Meirás, en un gesto más de la codicia basal de la familia. Debió de pensar que, una vez conquistado un alcázar en la guerra, bien se merecía un pazo en la paz.
Dado que el dictador no pagó ni una peseta por la finca, sorprende que haya tenido que transcurrir casi medio siglo desde su muerte hasta su recuperación como bien de interés público. Y aunque tarde, ahora, por fin, con cita previa y visita guiada, se pueden recorrer sus jardines y asomarse al hall y a la capilla.
En esencia, el pazo de Meirás se conserva como en vida de su constructora, Emilia Pardo Bazán, y no ha sido modificado por la huella impuesta por Franco, aunque levantó un muro con garitas y troneras en todo su perímetro, lo cerró con una puerta del Alcázar de Toledo que aún conserva huellas de balazos y encastró en la fachada el escudo con dos cabezas de dragón que se había inventado ¡en 1940!, lo que indica su afán por aparentar nobleza, el mismo escudo que cubriría su féretro en su exhumación del Valle de los Caídos.
En Meirás, la hiedra no se ha convertido en sudario de ruinas, como ocurre tantas veces en sitios así. Sus añadidos no han alterado el suave romanticismo con que lo impregnó la condesa —siendo una escritora tan realista—, ni la armonía y personalidad de su entorno, de los jardines con excepcionales ejemplares botánicos de magnolios, palmeras, cocoteros, bambúes y hermosas hortensias de todos los colores.
También lo que se puede contemplar del interior conserva su belleza, aunque las paredes están ahora llenas de espantosos trofeos de caza y de barcos que revelan la vieja frustración de Franco por no haber sido almirante.
La casa donde uno vive, además de un techo y un refugio contra las inclemencias y las amenazas de fuera, también es una elección moral. Su amplitud o su mesura, su lujo o su austeridad, sus materiales o la altura de sus techos terminan por reflejar lo que somos, del mismo modo que la forma de adquirirla: con el esfuerzo propio o con malas artes, con hipoteca o especulando o manipulando documentos.
El pazo de Meirás fue comprado en 1938 por una Junta pro pazo del Caudillo a la nuera de Pardo Bazán, cuyos marido e hijo habían sido asesinados en Madrid por milicianos de la FAI dos años antes. En primera instancia, la comisión se lo regala a Franco como jefe del Estado, pero acaso desde la primera noche que durmió allí o desde la primera vez que se asomó al balcón de las Musas en la Torre de la Quimera, el dictador decidió que era un lugar demasiado hermoso como para no escriturarlo como propiedad privada. Y así se organizan posteriormente las artimañas destinadas a tal propósito. Y en este proceso, Franco se mostró tan hábil, taimado y previsor como lo había sido como militar para prolongar y ganar la Guerra Civil. El Franco especulador es un reflejo del Franco estratega: el mismo cálculo, la misma paciencia, la prudencia en cada uno de sus pasos —y la seguridad de que no puedan ser desandados—, la adquisición del terreno por desgaste más que por una brillante campaña de conquista.
Una vez escriturado a su nombre en 1941, los gastos de comida, limpieza, mantenimiento durante sus estancias en el pazo y todos los trabajos ornamentales del verano gallego, todos los sueldos de jardineros, albañiles, pintores, carpinteros eran sufragados de una u otra forma por las administraciones públicas, los Franco no pagaban el funcionamiento de su domicilio particular. Hoy al escuchar algunos detalles cutres de su avidez, del acarreo de piezas del patrimonio artístico que iban rapiñando aquí y allá, de la malsana porosidad entre lo público y lo privado propia de los regímenes corruptos, el visitante va sintiendo un malestar que aumenta al descubrir en la abarrotada capilla las estatuas medievales de Abraham e Isaac pertenecientes al Pórtico de la Gloria.
Aunque el pazo fue construido como un lugar donde escribir, no un lugar desde donde gobernar, durante una visita de hora y media la guía ha repetido un montón de veces el nombre de Franco y ha contado cómo pasó de manos de una mujer cuyo oficio era escribir en soledad a un dictador cuyo oficio era dictar en la plaza pública. Es urgente cerrar la última disputa por su patrimonio mobiliario para que, definitivamente, el nombre más oído vuelva a ser el de doña Emilia Pardo Bazán.
Eugenio Fuentes es escritor.
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