Cuando Castilla llegó a la Luna
En el Ministerio de Ciencia e Innovación algún iluminado prescindible ha decidido que el español científico pase a la historia
Cuando en julio de 1969 Neil Armstrong puso su huella redonda en la Luna, el Rey castellano Alfonso X el Sabio ya estaba allí. Para que Castilla llegara a la Luna hizo falta que en 1651 el astrónomo italiano Giovanni Riccioli llamara Alphonsus a un cráter de 2,7 kilómetros de profundidad y 119 de diámetro. Alfonso X, rey de Castilla y León de 1252 a 1284, fue fundamental para el desarrollo científico de la astronomía. Bien rodeado de traductores, Alfonso X patrocinó en su corte la puesta en castellano del saber que circulaba en la Europa medieval sobre astronomía: libros sobre todo en árabe que unían el conocimiento griego e indio sobre la materia, obras que interpretaban la disposición de las estrellas y que describían los instrumentos técnicos para apreciar distancias estelares. El monarca resuelve, en una decisión muy atrevida en su tiempo, mandar traducir esos textos no al latín sino al castellano. En el contexto europeo medieval era una absoluta originalidad contar con un rey que promovía ese tipo de empresa científica en una lengua vulgar. El honor de bautizar un cráter lunar con el nombre latino de Alfonso es merecido.
Pero uno no decide cómo pasar a la historia. Si hoy alabamos de este monarca su interés por la ciencia y su valoración de una lengua incipiente como el castellano, aún tenida entonces como lengua imposible para nada serio, su obsesión en vida fue obtener el nombramiento honorífico de emperador y rey de romanos. En ello gastó energía y dinero, sin éxito alguno; posiblemente pensó que el logro de ese privilegio lo haría brillar a perpetuidad en la historia. Es humano deslumbrarse por la posibilidad de una fama divina. Cuando a finales de julio el magnate estadounidense Jeff Bezos viajó al espacio, debió de sentir quizá que estaba alcanzando ese brillo de celebridad y honor y que esa sería su forma de pasar a la historia.
Un efecto primero de aquel patrocinio medieval de obras científicas fue el acceso más fácil a un conocimiento especializado; otra consecuencia de alcance fue la puesta en circulación de tecnicismos que hasta entonces no se usaban en castellano y que seguimos empleando hoy: ángulo, crepúsculo, diámetro, esfera (o alcora, voz árabe), grado, polo o planeta son, entre otras decenas, palabras que debemos a los textos alfonsíes. Nombres de estrellas y mansiones lunares, precisos términos astrológicos y de aritmética ligados al cálculo de longitudes estelares aparecen por primera vez en castellano gracias al rey Alfonso X.
Entre el viaje espacial libresco de Alfonso y el que hace unas semanas protagonizó Jeff Bezos han pasado siglos en los que el español, como otras lenguas del mundo, se ha ido equipando con palabras científicas: se han traducido textos, se han buscado términos para hallazgos novedosos y se ha generado una estructura editorial en nuestro idioma para el libro especializado. Tantos siglos construyendo una lengua capaz de expresar la ciencia, tantos siglos mirando al cielo y explicándolo en español para que el Ministerio de Ciencia e Innovación, por idea de algún iluminado prescindible, nos pida ahora a los científicos que, a ser posible, redactemos en inglés las memorias de nuestras peticiones de proyectos de investigación. Que mejor escribamos en la lengua de Bezos y no en la de Alfonso. Da igual que Castilla hubiera llegado antes a la Luna. Alguien ha decidido que el español científico pase a la historia.
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