Prudencia contagiosa
Afirmar que estamos peor que nunca, dibujar un contexto apocalíptico o pedir las restricciones de los peores tiempos no resulta proporcionado
Empieza agosto y se detiene el barullo cotidiano. Madrid se vacía. Las playas se llenan. Los pueblos reciben a quienes sienten que regresan a casa. Reencuentros familiares devuelven a varias generaciones haciendo planes y comidas bajo el mismo techo. Llegan las tardes para libros largos. Las cañas con amigos a los que es difícil ver el resto del año. En agosto, los profes de universidad podemos escribir, por fin, ese artículo al que tantas ganas tenemos, cuyo plazo nos quema. Los niños fabrican a golpe de risas los mejores recuerdos de su infancia. Los primeros amores encuentran calor y música para germinar.
En el segundo agosto de la pandemia, esa postal de normalidad veraniega pugna por sobrevivir a las dificultades. Con mascarilla, restricciones y la mochila de experiencias dolorosas, pérdidas y miedos que, unos más otros menos, hemos acumulado desde marzo de 2020. El sol sale, se pone y vuelve a salir. La vida se abre camino, decía el doctor Malcolm en Parque Jurásico. Pero ¿cómo recuperar la normalidad cuando todavía toca convivir con la pandemia? ¿Cómo hacerlo, cuando el “todo mal” se ha convertido en costumbre gritona que alimenta los peores sentimientos? ¿Cómo distinguir prudencia de malos augurios en un mundo de información a ráfagas, descontextualizada y retransmitida con lupa?
El verano de 2021 es el de la quinta ola de contagios galopantes, pero también el de la vacunación. Los casos se han multiplicado a velocidad de vértigo, mientras el partido a doble vuelta de la vacuna continúa incansable. La combinación de ambas realidades nos ha devuelto un pico de casos preocupante en un escenario hospitalario y con un número de muertos alejados de los de las olas previas. Eso implica mayor respiro y menos angustia, aunque no es argumento para el descuido. Porque a contagio más veloz, más opciones de mutaciones en el virus que alejen el ansiado horizonte de un mundo sin pandemia. Porque cada muerte duele a alguien y no debería dejar de dolernos un poco a todos. Pero titular que estamos peor que nunca, dibujar un contexto apocalíptico o pedir las restricciones de los peores tiempos no resulta proporcionado. Si lo prudente es ser prudente, ¿no es imprudencia la exageración?
Escribía el viernes Miguel Ángel Reinoso, tuitero generoso que comparte un análisis diario de los datos sobre coronavirus, que el 56,76% de los españoles había completado su pauta de vacunación. Si ampliamos el foco a quienes han recibido al menos una dosis, el porcentaje sube al 75%. La cifra es luminosa y su luz no descansa sólo en los buenos datos de los intervalos de edad más avanzada. Casi la mitad de quienes tienen entre 20 y 29 años ha recibido su primer pinchazo. Esos jóvenes irresponsables y mimados a los que nada importa y sólo piensan en botellones, según las caricaturas que han protagonizado portadas y discursos públicos, parecen muy concienciados.
Resulta descorazonador que el mensaje más ruidoso sea el que siempre encuentra un grupo al que criminalizar, jalea lo negativo mientras desdeña todo avance esperanzador y se abona a la posición contraria que toque. Frente a la frivolidad de llevarse las manos a la cabeza por costumbre, reconocer los datos positivos contribuye a encarar con tranquilidad los enormes retos que nos deja esta pandemia que ha cambiado nuestra vida y con la que tenemos que convivir por tiempo indefinido. Distraernos con problemas imaginarios nos aleja de la discusión sobre las cuestiones reales y es en ese escenario real donde el discurso público y la acción política deberían centrarse. Agosto es un buen momento para reivindicar el pragmatismo idealista. Como escribió Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, en septiembre de 1906: “Hay que trabajar como si todo hubiese de lograrse”.
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