Los mejores no existen, tampoco Simone Biles
Aquí, entre nosotros, no pueden existir, ese es su drama. Están siempre solos y con las peores puntuaciones en sus mayores logros
En el año 1978 Juan Benet escribió en una tribuna de este mismo periódico, una propuesta de Constitución Española que contenía un solo artículo: A todo ciudadano español se le reconoce el derecho a fracasar. Cuarenta y tres años después, el único artículo de la ideología totalitaria y global que nos gobierna contiene una sola sentencia, justo la contraria: todo el mundo tiene derecho a triunfar. Peor aún, todo el mundo está obligado a ello. Yo me permito añadir que cuanto mayor es el éxito, más difícil es escapar del daño que hace. Como la pobre Simone Biles, que puede volar ante los ojos del mundo pero no tiene alas para escapar de la jaula de su éxito. Por eso aún cuando se retira es aplaudida por todos. Rendirse, dicen muchos, es la última gran pirueta de la mejor mujer del mundo. Porque ser la mejor gimnasta de la historia nos sabía a poco. Así es justo ahora, cuando se muestra vulnerable, ansiosa y con el orgullo herido cuando puede llegar a ser la mejor en todo, también en humanidad. ¿Es que esto nunca va a parar?
Que la meritocracia es una mentira que funciona cada día peor está claro, demostrado y escrito. Lean a Michael J. Sandel, premio princesa de Asturias en La tiranía del mérito (Debate). La voluntad y el esfuerzo no tiene relación (o cada vez menos) con el éxito profesional y menos con el personal. El origen social, el azar o el talento innato son factores mucho más relevantes que el esfuerzo o la voluntad para triunfar. No siempre ganan los mejores y de hecho los datos (y la experiencia) nos demuestran que casi nunca lo hacen. De eso sabemos mucho en España, donde nacer pobre condiciona el futuro profesional más que en ningún otro país europeo, según el informe España 2050 elaborado por el Gobierno. Pero el mito es más poderoso que la verdad, por eso nos pasamos la vida intentando ser los mejores en algo. En el trabajo, en el deporte, en la cama, en Instagram, sirviendo mesas en una terraza o escribiendo columnas para este periódico. No importa dónde nos coloque la vida, nuestra misión no varía: ser los mejores en algo. Y en los casos más dramáticos, serlo en todo.
Por lo demás, estamos tan acostumbrados a que los mejores no ganen que la injusticia no altera ya nuestra sed de éxito. Por eso el giro maestro de Simone Biles es demostrar que los mejores no pueden siquiera existir. Ser la mejor y no poder serlo, esa es la paradoja de Biles, un personaje trágico comparable a Electra o a Antígona. Pero ¿por qué no pueden existir los mejores en un sistema meritocrático? Sencillamente porque su funcionamiento exige la competición constante entre los individuos para justificar el statu quo. Que cada uno pelee por lo suyo y crea que existe cierta justicia en la competición para luego aceptar de buen grado la desigualdad reinante.
Debemos creer que los éxitos se deben al trabajo duro. Pero es imposible pensar así cuando vemos a Simone Biles ejecutar el Yurchenko. Porque el hecho cierto es que ella vuela. Ella no es la mejor por sus piernas de mármol esculpidas con esfuerzo, tampoco por superar y denunciar los abusos sexuales que sufrió de su entrenador. No es la mejor por ser mujer. Ni siquiera por ser negra. Ha cumplido con todas las exigencias del mérito y, sin embargo, cuando la vemos volar sabemos sin lugar a dudas que ella es la mejor por la sencilla razón de que puede serlo. Y eso el mérito no lo tolera. Porque el talento innato es injusto y despampanante.
Es por eso, porque la meritocracia en que vivimos castiga explícitamente a los mejores, que cuando Biles saltó hacia atrás en carpa y subió más de 2,62m en los campeonatos de Estados Unidos previos a Tokio, los jueces le dieron escaso valor a su pirueta a pesar de su altísima dificultad. “Si le das mucho valor, Biles se sale. Nadie puede hacerlo, y es tan arriesgado y peligroso que muchas gimnastas intentarían hacerlo”, explicaba el juez internacional de gimnasia artística Pablo Carriles a SModa. “La diferencia es tan grande con las demás… Es casi humillante. Ella está sola, en otro mundo”.
En efecto, allí es donde están siempre los mejores: en otro mundo, porque en este no son bienvenidos. Aquí, entre nosotros, no pueden existir, ese es su drama. Están siempre solos y con las peores puntuaciones en sus mayores logros. Porque el mismo sistema que se jacta de buscar la excelencia es el mismo que se niega a celebrarla. Antes necesita que el éxito sea fluctuante, esté en perpetuo movimiento y se sienta siempre amenazado. Lo llamamos meritocracia pero quiere decir lucha de intereses a muerte. Es por tanto un sistema empíricamente injusto que impide cualquier tipo de empatía o colaboración entre las personas, perjudicando a todos en general y a los mejores en particular. Y la desgracia de Simone Biles es ser la mejor sin ningún género de dudas. Así que ahora toca aplaudirla por sincera y por ansiosa. Hay que darle otra competición que pueda ganar, cuanto antes. Para que no descanse. Que sea la mejor hasta perdiendo.
Pero entonces, ¿qué sentido tiene tratar de mejorar en todo lo que hacemos?, ¿para qué nos esforzamos tanto en la vida, en el trabajo, con nuestras parejas? A lo mejor resulta que tenemos que esforzarnos para ganarnos nuestro derecho al fracaso, tal y como escribió Juan Benet. Porque el fracaso llega un día, siempre lo hace. Y cuando aparece necesitamos poder decirnos a nosotros mismos que peleamos lo suficiente, que estuvimos a la altura, que nos lo podemos permitir. Así que yo se lo digo a Simone Biles desde aquí. Este fracaso es tuyo, no dejes que nadie te lo quite. Te lo has ganado. Y es un honor.
Por lo demás, hasta septiembre. Siéntase felices y fracasados en sus vacaciones.
Nuria Labari es periodista y escritora.
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