Proyecto para una Constitución
Artículo único: A todo ciudadano español se le reconoce el derecho a fracasar.Comentario: Se ha dicho con frecuencia :que una Constitución será tanto mejor cuanto más simple sea y que sólo la enorme complejidad del Estado moderno exige la prolijidad del documento que lo defina. Pero, ¿es necesario definir el Estado y sus numerosos y complicados mecanismos mediante un documento descriptivo si se tiene que aceptar su función, la misma cualquiera que sea su naturaleza? Una Constitución con un artículo único, si está redactado con estilo sobrio y solemne Y goza de un contenido envolvente de toda posible definición del Estado, puede tener muchas ventajas, y, entre otras, la puramente literaria de no rebajar su texto a enojosos pormenores y recetas de carácter casi mercantil. Me parece que el artículo que yo propugno excluye a muchos otros, porque si al español se le reconoce en todo su alcance su derecho a fracasar, ¿qué puede importarle la forma del Estado, su doctrina, la naturaleza de sus diversos organismos? Y no creo pecar de vanidad si afirmo que unos cuantos españoles se sentirían muy orgullosos con ese artículo único, tan simple, tan palmario y tan avanzado.
Al Estado se le debe ir quitando de la cabeza la idea de que constituye una unidad que abarca a la totalidad de los ciudadanos y, por consiguiente, el ciudadano español -si quiere ocupar un puesto digno en la historia- tiene la obligación de definirse a sí mismo y por sí mismo, sin intervención alguna de la ley ni del Estado. ¿Hasta cuándo un individuo para existir tendrá que empadronarse? ¿Se empadronan las abejas? ¿No es suficiente que sus padres lo engendraran sin contar con él para encima tener que dar cuenta al Estado de semejante fechoría y ponerse a continuación a su servicio?, Lo único que debe hacer la ley es proteger la ciudadanía -en su lucha contra el Estado- y preservar a ultranza y con todos sus recursos la vida privada, incluso pasando por alto el delito si es menester defender el derecho del español a fracasar. En contraste (y todas las Constituciones están animadas por el espíritu del éxito, el cabal cumplimiento de sus proposiciones) el único que no tiene derecho a fracasar es el Estado y tal vez por eso todos los Estados españoles inscritos en el cuaderno de nuestra historia, todos sin excepción han terminado en fracaso.
A poco tiempo de, su aplicación. ese artículo único, combinado con la idea que el Estado tiene de sí mismo (como un superhombre destinado a la supervivencia), dividirá al país en tres clases, a saber: ciudadanos, funcionarios y delincuentes, pero que se pueden reducir a dos -ciudadanos y delincuentes- si se considera que todo funcionario -encarnación y portavoz de la idea del Estado, unido a ella como el cuerpo al alma- es delincuente tanto respecto al ciudadano, por ignorar y violar su derecho al fracaso, cuanto respecto al propio Estado, por ser el responsable de los suyos. Puestas así las cosas, ¿qué sentido tiene que la ley juzgue y castigue a un hombre por haber matado a su amante en un ataque de rabia? ¿Es que no está ya bastante castigado? ¿O que viendo la ocasión propicia un ciudadano se levante con la fortuna de otro? Los ciudadanos sólo deben tratarse con ciudadanos, de cara a cara y de persona a persona, y han de acostumbrarse a olvidar las redes que interponen entre ellos la ley y el Estado, dispuestas para detener las pelotas bajas; al que no sepa comportarse como tal se le echa... al Estado, que es el único delincuente profesional, el que utiliza el delito para el éxito, el que tiene las espaldas guardadas, el que para mejor cumplir su punible función se impersonaliza, el que día a día se torna más violento, voraz e insaciable. Los funcionarios pueden llegar a ser la nobleza de la delincuencia, en la medida en que lleven años en el servicio y cuanto más lejana sea la fecha de su inocencia. Pero eso es cosa de ellos, que se las entiendan, porque para el ciudadano lo mismo da que sean los portadores de una idea política o se dediquen a inspeccionar las fortunas privadas o a construir carreteras o a disponer de unas armas para repeler no se sabe qué agresión o a enseñar, subidos a una silla don de reposa su superior saber, una disciplina cualquiera mientras sea científica. Da lo mismo: todos se creen llamados a cumplir con éxito una función, y eso basta. Lo funcionarios deberán estar mal pagados, tener el carácter agriado, repletos de hijos desagradables, acosados por las estrecheces y, en fin, sujetos a la más rigurosa disciplina socialista, con lo cual se realizará la histórica conciliación entre socialismo y libre empresa en un mismo régimen: el Estado socialista y alimentado por sus propios recursos, el individuo como quiera o como pueda. Los funcionarios llevarán el daño dentro, pues -si como afirmaba un difunto filósofo con una lógica bastante simplista- en tanto que el Estado sólo hace daño lo mejor que puede ocurrir es que sea incompetente. Pero no sólo debe hacer mal el daño, sino que debe hacérselo a sí mismo, para lo cual tiene en la ley una aliada casi inmerecida.
No creo -en modo alguno- que los funcionarios tengan que extinguirse. Aun en esas sórdidas condiciones deben estar orgullosos de sí mismos, seguros de la importancia de su cometido, convencidos de que forman una élite imprescindible. No, no deben desaparecer, deberán seguir luchando contra sí mismos, contra la ley, a favor del Estado y en contra de él, en fin, un lío de todos contra todos. Tienen que debatirse contra el fracaso, mientras el ciudadano contempla sin pasión esa titánica e histórica lucha, gozando en privado de su derecho a él.
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