Juicio en el Vaticano
El proceso sobre desvío de fondos es un buen paso, pero será necesario más para asegurar la necesaria transparencia


El macrojuicio iniciado el martes en el Vaticano contra una decena de acusados por presunto desvío de fondos y corrupción tiene una gran relevancia por tres razones: el escándalo que suponen, no solo para el Vaticano como Estado sino para la Iglesia como institución, las acusaciones que se juzgan; el hecho de que sea la Santa Sede la que haya asumido la realización pública del proceso, y, en tercer lugar, el que una de las personas juzgadas, el exsustituto de la Secretaría de Estado vaticana, el cardenal Giovanni Angelo Becciu, haya ocupado hasta hace poco uno de los cargos de mayor poder en la Iglesia.
El tribunal, que preside el exjuez italiano antimafia Giuseppe Pignatone, tratará de aclarar el papel de los acusados en lo que el fiscal instructor ha denominado un “sistema podrido y depredador” que consistía en realizar inversiones de dudoso procedimiento y finalidad con dinero procedente del llamado Óbolo de San Pedro, el instrumento que canaliza las donaciones de todas las iglesias del mundo al Vaticano y que, teóricamente, se destinan a la caridad. Aparentemente no fue así y al menos durante una década se constituyó un sistema financiero paralelo con prácticas que incluían la estafa y el blanqueo de capitales. Un gran escándalo para el Vaticano, cuya política financiera ha estado desde hace años en el punto de mira de organismos e instituciones internacionales que le han reclamado transparencia. Y a pesar de las numerosas declaraciones de compromiso, episodios como el juzgado demuestran que queda mucho por hacer.
El papa Francisco ha decidido que sea la justicia vaticana la que se encargue del juicio en vez de poner el proceso en manos del sistema judicial italiano —podría haberlo hecho—, como muestra de su voluntad para atajar y condenar públicamente estas prácticas. Como gesto es positivo, pero es probable que el sistema judicial vaticano no esté preparado. Ya la primera sesión de las audiencias —la segunda está prevista para otoño— ha hecho levantar dudas razonables sobre la idoneidad de la decisión al escenificarse importantes disonancias de terminología y procedimiento entre la legislación italiana, a la que pertenecen por formación y trayectoria muchos de los intervinientes, incluido el presidente del tribunal, y la vaticana. Aunque el Vaticano quiera actuar ahora como un Estado de derecho, no es posible obviar que funciona como una monarquía absoluta donde el Papa tiene la última palabra en todas las cuestiones, incluyendo las judiciales.
Resulta positiva la decisión de Francisco de ordenar arrojar luz sobre un escándalo en el que está directamente involucrado uno de sus hasta hace poco más estrechos colaboradores, y que se haga con cierta profesionalidad. Pero queda por ver si es el principio de una política sostenida o una situación excepcional.
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