Guillermo Sucre y el diario del terremoto
Lo que mejor saben hacer los venezolanos es ser buenos anfitriones y serviciales amigos de sus amigos hasta en mitad de un terremoto
El crítico mexicano Christopher Domínguez Michael decía, ayer o antier no más, en el obituario de Guillermo Sucre: “No quedará duda que La máscara, la transparencia es uno de los libros críticos capitales en la historia de la lengua; un tratado de esas proporciones, de ese calado, de esa negativa a pactar con las modas que asfixiaban a la literatura cuando fue escrito, parece irrepetible. Ojalá los happy few que lo atesoran leguen su valor sapiencial a algún nuevo lector, pues en cuanto a nuestra poesía en el siglo XXI, no tenemos nada igual. Es como si Sucre hubiese cerrado para nosotros la puerta de la Edad de la Crítica, y arrojado la llave al río”.
De entre las matanzas y las zozobras de quienes siguen vivos en Venezuela, comarca de “grandes comedores de serpientes” de la que habla Rafael Cadenas en un poema, llegó la semana pasada la noticia del fallecimiento en Caracas de uno de los más excelsos ensayistas en nuestro idioma, autor de otro singular y atesorable título: Borges, el poeta. De entre la montaña de libros que indagan los misterios del argentino y su poesía, este solo bastaría para declarar la majestad del pensamiento y la palabra de quien Domínguez Michael, con muchas razones, no duda en llamar “príncipe de los críticos”.
Conmueven no solo unanimidad en este juicio, expresada por muchísimos escritores contemporáneos al saber de su desaparición, sino también el fervor y la gratitud guardadas en la memoria de quienes tuvieron la dicha de ser sus alumnos en el curso de más de tres décadas. Los medios digitales de nuestro continente no cesan de publicar testimonios de su generosidad como maestro.
Para mi mal, ni siquiera llegué a conocerlo personalmente, mucho menos tratarlo, pero sí soy de esos lectores que, como Domínguez Michael, subrayamos y rellenamos los márgenes de sus libros.
Entre los poquísimos que eché en la maleta cuando decidí dejar Venezuela “creyendo que mudarme era una solución”, están los dos tomos de la Antología de la poesía hispanoamericana moderna, que juntos el poeta Sucre y Ana María del Re compilaron y anotaron para Monte Ávila Editores en 1993. Las eruditas notas de Sucre, hondas y elegantes, son sencillamente ejemplares.
Los manes que remueven la magia a veces blanca, a veces negra, que es el azar objetivo pusieron a mi alcance, justo en mitad del pesar, una crónica de 1967 que da cuenta de dónde exactamente estaba Guillermo Sucre cuando ocurrió el catastrófico terremoto de Caracas en julio de aquel año. Lo contó entonces el crítico y ensayista uruguayo Emir Rodríguez Monegal para Mundo Nuevo, la revista que dirigía y publicaba en París.
Leí esa crónica reeditada en la actualidad por “Trópico Absoluto”, un estupendo portal venezolano de literatura e ideas. El motivo es sin duda encomiable: coincidiendo con el aniversario número 454 de la ciudad, revivir para los lectores de hoy día una quincena memorable no solo por lo que significó la catástrofe para los caraqueños —la cifra oficial de muertes fue de 236—, sino porque fue también por aquellos días cuando se otorgó por vez primera el premio internacional de novela “Rómulo Gallegos”, cuyo ganador fue Mario Vargas Llosa, autor de “La casa verde”.
El premio formaba parte de los festejos por el cuatricentenario de la ciudad y brindó ocasión para que Gabriel García Márquez y Vargas Llosa se conociesen al fin personalmente — su amistad hasta entonces había sido solo epistolar— el mismísimo año de aparición de Cien años de soledad.
Rodríguez Monegal había ido a Caracas invitado a un congreso internacional de Literatura auspiciado a un tiempo por la Universidad Central de Venezuela y el comité de festejos de la ciudad. Guillermo Sucre iría a recibirlo. Por eso iba a bordo del automóvil que conducía Julieta Fombona, la primera esposa de Sucre, camino a Caracas desde el aeropuerto, cuando la tierra empezó a temblar.
Sigue un fragmento de la entrada de su diario correspondiente a aquel sábado 29 de julio:
«…partí con Guillermo Sucre y su mujer Julieta Fombona, hacia Caracas. Conocía a Sucre sólo por sus versos, sus cartas y un admirable libro sobre Borges. Empezamos a hablar como si hubiéramos conversado juntos toda la vida.
«Ya estábamos entrando en la ciudad y sometiéndonos al tedioso proceso de un tránsito pesado (eran las ocho y cinco del sábado) cuando el auto empezó a corcovear, como si se rebelara. Yo creí que algo andaba mal en el motor o que Julieta no conseguía hacerlo arrancar. Ella se volvió hacia mí porque pensó (me lo dijo luego) que yo estaba saltando en el asiento de atrás. Los segundos se petrificaron mientras tratábamos de entender qué pasaba. Entonces Julieta advirtió que un edificio se balanceaba, oyó el sordo rugido de la tierra, vio saltar de los autos a otras gentes. “Es un terremoto”, dijo. Y en seguida gritó: “¡Los niños, Guillermo, los niños!” ».
El crítico y la familia del poeta debieron pasar al raso el resto de la noche: «De tanto en tanto entrábamos a la casa a buscar algo: una manta, unas galletitas, Coca-cola. Éramos como bárbaros que no han aprendido todavía a usar la gran ciudad romana que acaban de ocupar».
Muchas, muchísimas cosas dignas de saberse brinda Rodríguez Monegal en su crónica de una semana irrepetible del año germinal para la literatura hispanoamericana.
Sin embargo, escribo esta nota sonriendo ante la imagen amorosa del poeta y su esposa haciendo lo que mejor saben hacer los venezolanos: ser buenos anfitriones y serviciales amigos de sus amigos hasta en mitad de un terremoto.
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