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Tribuna
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La razón al servicio de la identidad

Hoy, en el debate público, parece ir primero la adhesión identitaria a cualquier argumento

Elvira Navarro
Legalización de la marihuana
Dos personas en El Zócalo de Ciudad de México.Carlos Ramírez (EFE)

Vivimos en una época de exacerbación de las identidades, las cuales se oponen, por no verse representadas, al universalismo propuesto por la Ilustración. Suele argüirse que los postmodernos tienen la culpa de este esencialismo de nuevo cuño, aunque lo cierto es que se trata de un viejo problema. Joseph de Maistre, teórico político y máximo representante del pensamiento contrarrevolucionario, decía con sorna en sus Consideraciones sobre Francia: “Durante mi vida, he visto franceses, italianos, rusos, etcétera; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe, es en mi total ignorancia”.

Cuando De Maistre declara no conocer a ningún hombre, está criticando ese universalismo por el que todos los seres humanos compartimos algo al margen de nuestra identidad: la razón. Es también, y en consecuencia, una crítica a que las sociedades y sus leyes deban tener fundamentos racionales, sin apoyarse en ningún particularismo. Y es que, como enseña el filósofo Carlos Fernández Liria, hacer una legislación desde la razón significa crearla desde un sitio donde todos estamos de acuerdo, valga la redundancia, por razón, por absoluta necesidad. Desde esta concepción, la razón es una ley muy especial, porque no se debe a la autoridad de alguien sino, y por su propia autolegitimación, a la autoridad de nadie.

Sin embargo, lo que en la teoría resulta tan claro como un teorema, en la práctica desemboca en el desastre. La atribución de superpoderes a la facultad racional nace con muchos problemas. No son sólo los antiilustrados quienes los señalan, sino también los propios padres de la Modernidad. La obra fundamental de Immanuel Kant se llama, precisamente, Crítica de la razón pura, y en ella se nos dice que la razón es limitada y que además sirve a cualquier amo. Con ella, es posible argumentar una tesis y su contraria, y las posibilidades de que desemboque en despotismo y dogmatismo son muy altas. El gran pensador de Königsberg no tiene más remedio que postular a Dios, es decir, a un autor del mundo sabio, santo y justo como horizonte moral en su Crítica de la razón práctica.

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El descrédito fundamental de esta cosmovisión que, con raíces en el idealismo platónico, se inaugura con la toma de la Bastilla un 14 de julio de 1789, viene por el uso espurio del universalismo. Sólo hubo un universal: el hombre blanco occidental, y los derechos humanos funcionaron sobre todo cuando se era un ciudadano norteamericano, o europeo, con el color de piel adecuado. O con el dinero suficiente.

Los lodos de aquellos barros se hacen notar ahora muy especialmente en Francia, que es también la cuna de la Postmodernidad. El país de la Liberté, Égalité, Fraternité tiene a Le Pen a punto de gobernar. También unos guetos mundialmente conocidos y demonizados, las banlieue, donde no hay igualdad, ni fraternidad ni libertad, sino pobreza y problemas sociales endémicos aderezados con vigilancia policial y cacheos arbitrarios debido a la amenaza islamista. En las banlieue viven, sobre todo, franceses con orígenes en las excolonias, que en su mayoría no son blancos.

También la militancia se hace desde trincheras identitarias y con discursos no universalistas, como el de Houria Bouteldja, representante de un partido llamado, muy combativa y significativamente, el Partido de los Indígenas de la República, descendiente de un movimiento del mismo nombre que lucha contra la islamofobia y la invisibilizada discriminación racial de los suburbios franceses. Bouteldja está incluso en contra de principios que el feminismo occidental considera indiscutibles. “Mi cuerpo no me pertenece”, afirma en su manifiesto decolonial Los blancos, los judíos y nosotros. “Ningún magisterio moral me hará asumir una consigna para y por feministas blancas. Yo pertenezco a mi familia, a mi clan, a mi barrio, a mi raza, a Argelia, al islam.” A este respecto, y en un sentido radicalmente contrario, la escritora española de origen marroquí Najat el Hachmi denuncia en otro manifiesto, Siempre han hablado por nosotras, que tras vencer al racismo biologicista, el activismo anticolonial niega la aplicación del discurso feminista a cualquier realidad: “Si eres negra, para aquí; si eres musulmana, para allá; si eres blanca, más vale que te calles porque eres una privilegiada que somete a las demás mujeres”.

En el debate público, parece ir primero la adhesión identitaria a cualquier argumento para que nuestra tribu nos identifique, y la Modernidad y Postmodernidad se presentan como perspectivas contrarias e irreconciliables cuando, en verdad, son interdependientes y, en su interminable dialéctica, corrigen sus excesos.

¿Qué es la Ilustración?, se preguntó Michel Foucault en un libro homónimo que es toda una declaración de intenciones. Para este pensador, la Ilustración sería el examen permanente de lo que somos, rechazando el chantaje intelectual o político de estar a favor o en contra de la razón (de la Modernidad). Y es que sólo desde ahí puede volver a ser viable un proyecto común genuinamente fraterno, igualitario y libre.

Elvira Navarro es escritora. Su último libro es La isla de los conejos (Random House).

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