Del desconcierto al poder para reformar la judicatura
No creo que exista discrepancia al calificar el actual sistema de selección de los miembros de la carrera judicial como obsoleto y muy alejado de los modelos de países de nuestro entorno
El Poder Judicial ocupa más atención mediática de la que resulta saludable para preservar la confianza en su desempeño. El injustificable bloqueo del PP para la renovación del Consejo General del Poder Judicial, pero también la pasividad de sus miembros al permanecer en sus cargos con el mandato caducado erosiona irreversiblemente la reputación de un órgano que la Constitución configuró pensando en garantizar el gobierno autónomo de uno de los poderes del Estado. Más allá del desafecto en torno a la fórmula del gobierno de los jueces, el desconcierto creciente también trae causa de la actividad estrictamente jurisdiccional. Me refiero a toda esa amalgama de pronunciamientos contradictorios y erráticos en torno a las medidas que cada gobierno autonómico plantea para luchar contra la pandemia y que siembran confusión entre la ciudadanía. ¿Qué razones explican todo esto? ¿Cómo y dónde introducir reformas?
El derecho no es una ciencia exacta, de ahí que quienes están obligados a aplicarlo hayan sido entrenados para conocer el ordenamiento jurídico, seleccionar la norma adecuada e interpretarla de conformidad con unos criterios previamente establecidos en la ley. De conformidad con estas premisas parece obvio que la coherencia de los pronunciamientos judiciales depende de la legislación vigente y también de la competencia de los profesionales encargados de la función jurisdiccional. Pues bien, con motivo de la pandemia, las reflexiones se han centrado en cuestionar la calidad de nuestra legislación para justificar la dificultad de armonizar soluciones judiciales coherentes. La cuestión es de calado, pero el planteamiento, además de incompleto, adolece de una perspectiva ciertamente coyuntural. Por ello, encuentro más interesante centrar el análisis en la segunda de las cuestiones mencionadas, a pesar de la escasa atención que recibe el proceso de formación y reclutamiento de jueces y magistrados.
No creo que exista discrepancia al calificar el actual sistema de selección de los miembros de la carrera judicial como obsoleto y muy alejado de los modelos de países de nuestro entorno. Se trata, de hecho, de un modelo de reclutamiento asentado en la memorización de interminables (y convencionales) temarios para peinar el ordenamiento jurídico estrictamente en clave nacional, sin prestar atención a otros sistemas jurídicos en la proporción requerida. Tampoco incorpora la formación necesaria en aquellas habilidades o competencias que son imprescindibles para quienes van a ejercer la potestad jurisdiccional en diálogo constante con otros tribunales nacionales o europeos y en un contexto de complejidad extrema. El modelo vigente resulta muy costoso en recursos, a la par que poco eficiente, si atendemos a las elevadas tasas de fracaso que arroja. Lo expuesto, y algunos otros detalles vinculados con el papel de los jueces en la preparación de futuros jueces, justifica la elaboración de un diagnóstico sobre la situación con clara vocación de reforma. La iniciativa es de calado, las resistencias serán significativas, pero entiendo que es responsabilidad de un Gobierno reformista impulsar aquellos elementos de transformación que permitan depurar el proceso de selección de los funcionarios del Estado, también de los que están llamados a ejercer la más que relevante función jurisdiccional como titulares de un poder del Estado.
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