Qué hacer con Orbán y con quienes le imitan
Sería conveniente que la UE se dotara de medidas de coerción ejecutiva contra los Estados que ignoren o desprecien sus obligaciones
La delirante ley húngara antiLGTBI de 23 de junio —rechazada de inmediato por las tres presidencias decisivas de la UE— impone un giro de tuerca a una secuencia que se remonta a la segunda llegada al Gobierno del Fydesz de Viktor Orbán (2010), y suma diez años de atropellos y contumaz desacato de las sentencias del TJUE en la que es, seguramente, la más acabada ruptura del “respeto del Derecho” (artículo 19 del Tratado de la UE) por el que se es miembro de la Unión.
Asombra que un país proveniente de la antigua esfera de influencia de la extinta URSS en la que fue Europa del Este, que sufrió en carne propia el aplastamiento de su insurgencia en 1956, se haya abismado de ese modo en una regresión autoritaria y ofensivamente eurófoba, evidenciada en un infame pasquín insertado en prensa en que postula recortar las competencias del Parlamento Europeo (PE), única institución directamente electiva de la arquitectura de la UE y motor de legitimación de su legislación. El ciclo descrito por Orbán describe un bucle paradójico: bajo su encendida retórica de emancipación antirrusa ha acabado remedando la concentración de poder que personifica Putin. Es por eso que se ha escrito sobre la putinización de Hungría, preludio de una posterior orbanización de Polonia (de la mano del PiS y de su líder Kaczynski) que ha abierto paso a ese subgrupo de gobernantes reaccionarios que viene siendo conocido como Orbán & the Orbanettes (Zeman en República Checa, Jansa en Eslovenia...). El Parlamento Europeo adoptó en su día (¡con apoyo de dos tercios!) la activación del procedimiento de sanción del artículo 7 del Tratado de la UE constatando un “riesgo claro” de “violación grave” y sistémica de los valores comunes del artículo 2 (“criterios de Copenhague”): Rule of Law, independencia judicial, libertades, igualdad, pluralismo y protección de minorías.
Por ello hemos reclamado numerosos procedimientos de infracción y legislado además el Marco del Estado de Derecho, Democracia y Derechos: mandata a la Comisión Europea un informe anual con un examen preventivo de los desarrollos legales de los 27 Estados miembros, con criterios objetivos, alcance general y periodicidad reglada. Complementariamente, mediante el exigente Reglamento de condicionalidad, vincula el acceso a los fondos de la UE al estricto cumplimiento del Estado de Derecho, estableciendo controles frente a sus desviaciones. Con esta hoja de servicios, el Parlamento Europeo ha urgido insistentemente al Consejo (los gobiernos) a hacer su parte del trabajo: si bien es cierto que imponer la sanción máxima prevista (la retirada de sus derechos de voto) requiere la unanimidad de los 27 (excepción hecha del Estado miembro concernido), y que esa condición es de improbable cumplimiento —dados los socorros mutuos de los autodenominados regímenes iliberales—, también lo es que ese clear risk puede determinarse por mayoría cualificada: merecería la pena que una votación abierta situase a cada Estado miembro ante sus responsabilidades frente a su ciudadanía y sus opiniones públicas. La idea es así de terminante: ¡que cada cual se retrate, y que lo haga de una vez! Pero, además de eso, una tensa discusión en el Consejo Europeo de 24 de junio —en que algunos jefes de Gobierno llegaron a espetarle a Orbán “¡que se vaya de una vez!” en caso de que no rectifique— trae a nuestra consciencia una deficiencia jurídica con hondo calado político.
La UE no es aún federal: lo prueba que sea viable su abandono voluntario, ya activado en el Brexit, artículo 50 del Tratado de la UE. Su artículo 48 contempla dos procedimientos para reformar los Tratados: uno ordinario (“agravado”) para modificaciones mayores (las institucionales) y otro “simplificado” (ampliación de competencias), mientras el artículo 49 regula los requisitos, el iter, para la adhesión de los nuevos candidatos. En cambio, ningún artículo prevé la eventual expulsión de un Estado miembro manifiestamente incumplidor de sus obligaciones: pongamos que hablamos de Hungría. Apúntese de inmediato que tal finiquito por hartazgo contra un Estado miembro groseramente disfuncional comportaría una consecuencia exorbitante e injusta: dejaría a la resistencia antiOrbán sin el paraguas de la UE, despojada de derechos de ciudadanía europea, abandonada a su suerte, aún más expuesta a la intemperie.
Sin embargo, es preocupante que se multiplique el reclamo para debatir la hipótesis, hasta ahora evitada, de la salida forzosa: “Quosque tandem? ¿Hasta cuándo más desplantes, desafíos y provocaciones de Orbán y sus Orbanettes? " No es descartable que la procaz agresión húngara a los valores y derechos de la UE —rotundamente protestada por la presidenta Von der Leyen— apunte a una maniobra que arroje una cortina de humo sobre su corrupción con los fondos europeos, habiendo indicaciones claras de enriquecimiento oligárquico o abiertamente nepotista de Orbán y su camarilla. Pero, sea como fuere, cabe aquí alguna idea: nada impide acometer una respuesta a la altura del envite en la actual Conferencia sobre el Futuro de la UE que incorpore un mecanismo del que actualmente carece: una coerción ejecutiva que obligue a cumplir sus deberes a quien los ignore o desprecie, tal y como ejemplifican los artículos 155 de la CE y 37 de la Constitución alemana.
Juan F. López Aguilar es eurodiputado socialista y presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo
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