¡Yo también estuve en Mallorca!
Complacemos a nuestros adolescentes hasta hacerles creer que en todo tienen razón y qué ocurre luego, que abruptamente se enfrentan a una hostil realidad ante la que se encuentran desarmados
Les confieso que ya tenía medio artículo escrito sobre el irresponsable comportamiento de los jóvenes perpetradores del macrobrote (o macrobrotellón) en Mallorca, y he de reconocer, traicionando mi tradicional humildad, que me había quedado muy aparente. Renunciar a media columna ya escrita es duro, porque ya estamos todos con espíritu de julio, y trabajar cansa. Pero un recuerdo me ha invadido de tal manera la memoria que se me ha desatado una guerra interior. El caso es que mi viaje de fin de estudios en el bachillerato también fue a Mallorca. Diecisiete años tenía yo. De aquel viaje recuerdo bailar como loca Da ya think I´m sexy y bailar agarradísima a uno de Birmingham I don´t want to talk about it. Rod Stewart latía en mi corazón y el pelo de escarola del de Birmingham resplandecía bajo la bola de espejillos de la discoteca. Del inglés me desenamoré pronto, en cuanto lo vi bajo otra luz, la del sol. Y del vodka me desengañé en una noche y para siempre, porque hasta ese viaje, como escribió García Montero en el célebre poema, yo desconocía, como su hija Irene, la palabra resaca. En el álbum de fotos que acreditan mi viaje aparezco en el barco de vuelta, con mala cara y un grano en la nariz.
No sé si mi comportamiento hubiera sido otro de haber ocurrido tras un año de confinamiento, vida social anulada y recomendaciones sanitarias del profesorado; francamente, no lo sé, pero doy fe que para hacer entrar a una mente como la mía de entonces por el aro de la responsabilidad había que tener mucho arte o mucha autoridad, como mi padre. Mis barrabasadas las realizaba siempre a espaldas de los adultos, y el victimismo propio de la edad lo limitaba a mis amigas. Sí, yo era como Jeanette, rebelde porque el mundo me había hecho así y porque nadie me había tratado con amor. Era una clásica de la incomprensión.
Lo sorprendente de este contagio masivo no es el comportamiento de estos excursionistas que a punto están de votar en las próximas elecciones —había que ser muy incauto para no predecir un amontonamiento que estaba cantado—, lo alucinante es que se permitiera. Ha escrito una profesora una carta indignada por la falta de conciencia de unos alumnos a los que durante un año se ha estado aleccionando para cumplir con las normas sanitarias. La comprendo, es irritante, tan irritante como puede ser esa fase entre la adolescencia y la juventud. Lo aseguro porque lo viví en primera persona primero y lo sufrí luego: cuatro adolescentes juntos discrepando entre sí hasta que osabas intervenir y entonces, oh, maravilla, se defendían unos a otros. ¿Debieran los estudiantes haber sido responsables? Pues claro, ahí está la tozuda tarea que deben abordar los padres, pero hay veces que ese sarampión hormonal es tan descontrolado que las recomendaciones les entran por un oído y les salen por el otro. ¿Por qué será que solemos recordar con ternura la infancia y con cierto sonrojo la adolescencia?
Eso sí, puedo asegurar que cuando yo protagonizaba alguna gilipollez mi padre no se ponía de mi parte, algo que entendí cuando algunos años más tarde yo me vi en su lugar. Tal vez lo más increíble de todo este asunto hayan sido esos padres y madres apuntándose al discurso victimista juveniloide y hablando de sus hijos como si fueran presos políticos. Mira, no. Quedarse encerrado en un hotel con tus colegas es como el paradigma del sueño adolescente; tener la oportunidad encima de cumplir ese sueño y a la vez dar penilla a tus padres ya es la hostia. Les pido que hagan memoria antes de juzgar. ¡Yo he tenido que borrar media columna! Esto me ha hecho reflexionar sobre esta paradoja: complacemos a nuestros adolescentes hasta hacerles creer que en todo tienen razón y qué ocurre luego, qué está ocurriendo, que abruptamente se enfrentan a una hostil realidad ante la que se encuentran desarmados.
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