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Columna
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Desenmascarados

Si aprendimos a llevarlas, ahora aprenderemos a prescindir de ellas, símbolo del combate colectivo y solidario y de nuestra común y frágil condición

Lluís Bassets
En el centro de la imagen, una mujer sin mascarilla por el centro de Barcelona.
En el centro de la imagen, una mujer sin mascarilla por el centro de Barcelona.Albert Garcia (EL PAÍS)

Hay algo de misterio en las mascarillas. Recordemos cómo llegaron ahora que empezamos a quitárnoslas. Tenían algo de salvífico en aquel momento pavoroso cuando nos sentíamos en peligro al respirar el aire sin filtros o acercarnos a las personas sin embozo.

Se disparó su precio al fallar los primeros suministros. Fueron objeto de especulación, falsificaciones e incluso peleas políticas entre gobiernos en competencia. Entonces, cuando eran escasas, poco sabíamos de ellas, de sus clasificaciones y diferencias.

Tan alta fue la ignorancia que su leyenda se incorporó a las teorías de la conspiración. Así hubo mascarillas que contagiaban en vez de proteger. Como luego sucedería también con las vacunas, que inocularían los virus que decían combatir o implantarían microchips para controlar la entera especie humana.

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Si hubiera sido por nuestra escasa cultura pandémica, tan distinta a la de los asiáticos, enseguida nos habríamos deshecho de ellas. Su uso se convirtió en obligatorio. Quedó claro que eran imprescindibles para habitar el mundo convertido en virusfera y relacionarse con seres humanos en la sociedad global infectada.

Tan rápido fue el aprendizaje que ya casi lo hemos olvidado. Ahora que vamos a prescindir de su uso continuo, es cuando sabemos mejor cómo utilizarlas, para evitar que empañen las gafas o nos enrojezcan las orejas.

No habrá que olvidar lo que aprendimos. La cultura oriental de la mascarilla se ha instalado definitivamente entre nosotros y no se irá ni siquiera cuando se relajen las normas y las obligaciones. Nos igualan gracias a la parte oculta del rostro, medio espejo del alma. Se hace a veces difícil reconocerse entre conocidos y amigos. Hay que afinar la vista para leer en los ojos del otro sin el mohín o la sonrisa. Cuerpos, tatuajes y vestimenta atraen las miradas rechazadas por los rostros semiocultos.

Justo cuando nos hemos acostumbrado, toda la humanidad embozada de una punta a la otra del planeta, nos dicen que no había para tanto. Aprenderemos a prescindir de ellas como aprendimos a llevarlas de continuo, símbolo de nuestra común y frágil condición y bandera del combate colectivo y solidario.

Desenmascarados, nos reconocemos en quiénes somos aunque lo hubiéramos olvidado. Seres frágiles, necesitados de protección y de cuidado, cambiantes también en cuanto a sentimientos e ideas, como los científicos y los médicos, todos sometidos al doloroso y mortal aprendizaje de la pandemia, una experiencia que no merece pasar al olvido.


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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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