Metáforas huecas en campanudos versos
Frente a quienes manejan grandes palabras, José María Ridao defiende en ‘República encantada’ buscar soluciones políticas a los problemas políticos
En junio de 1812, cuando los franceses estaban a punto de ser expulsados de España, el abate Marchena publicó en la Gazeta de Madrid un artículo que tituló “Al gobierno de Cádiz”. Muchas de las observaciones de aquel texto parecen escritas para iluminar los debates de nuestro tiempo. El político liberal, que fue descalificado como afrancesado —era de los que entendía que el cambio de dinastía que iba a producirse con la llegada al poder de José Bonaparte podía precipitar las reformas ilustradas que necesitaba este país—, se manifestaba en aquellas páginas con extrema dureza. Decía ahí que quienes se afanaban entonces en las Cortes gaditanas “no aspiraban a servir al pueblo, sino a ser populares”, criticaba su falta de ideas y afirmaba que se habían adiestrado “en poner metáforas huecas en campanudos versos, malas locuciones y peores consonantes”; “amantes de la libertad”, apuntaba, “no sabían en qué consistía”.
Ese gusto por las metáforas huecas y la inquietante sospecha de que muchos de los políticos actuales están sobre todo para agradar a los suyos y ser populares, más que para ocuparse de los enormes desafíos derivados de la pandemia, confirma que lo está ocurriendo hoy en el Parlamento tiene ese aroma de 1812. No hay manera de librarse de la impresión de que lo que ahí sucede no es más que un teatrillo saturado de retórica, inflado hasta la exasperación de grandes palabras y que no aterriza nunca sobre las cuestiones del presente, por mucho ruido que se arme sobre los retos urgentes e inaplazables.
La cita de Marchena la recoge José María Ridao en su último ensayo, República encantada, en el que se ocupa de tradición, tolerancia y liberalismo en España. Lo que cuenta es cómo una y otra vez se ha logrado reunir en torno a un puñado de principios o de grandes palabras o de metáforas a unos cuantos españoles para aplastar a todos los que no pensaran como ellos: para excluirlos, expulsarlos o eliminarlos. El modelo lo ensayaron Isabel y Fernando cuando exigieron “a sus súbditos cerrar filas en torno a la religión católica frente al enemigo musulmán”, y luego se fue imponiendo a partir de entonces. Se hizo piña en torno a la ideología del tradicionalismo y se marginó a cuantos no comulgasen con el statu quo. Llamar afrancesados a una parte de los ilustrados españoles, como Marchena, no fue sino otro paso más en esa dirección, y Franco se aplicó más adelante en esa línea con cuantos entendió que formaban parte de la “anti-España”: los machacó.
Dividir en dos, entre los míos y los tuyos, es el camino más directo para que no pueda hacerse política de ningún tipo y se dinamite el pluralismo y la variedad de respuestas ante problemas concretos. Otro liberal de la época de Cádiz, José María Blanco White, fue en cambio de los que decidió enfrentarse a las tropas napoleónicas, mano a mano junto a la resistencia que procedía de iglesias y parroquias. “El problema político no consiste en oponer sino en concordar”, escribió en aquellos días, “y el arte no está en hacer que los varios poderes se miren con celos y desconfianza, si no con mutuo interés de protección”. Sería bueno quedarse con esa fórmula. Y con lo que Ridao defiende en su libro, entender el liberalismo como procedimiento, no como doctrina: un conjunto de instituciones y de reglas “cuya legitimidad deriva de un pacto entre ciudadanos y no de una instancia trascendental”, ya sea esta Dios, la ciencia, la historia. O la nación.
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