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Columna
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El golfo de Bonaparte

José Bonaparte, José I de España, fue un hombre sin suerte que intentó hace 200 años traer aquí la Ilustración, la Razón y la Inteligencia. Le salió el tiro por la culata al pobre. No le hizo caso su hermano Napoleón en cuestiones estratégicas elementales. Le desobedeció el sanguinario general Murat. El pueblo de Madrid, a sabiendas de que era abstemio, le apodó Pepe Botella. Y para colmo, la geografía universal lo menciona como un golfo, el golfo de José Bonaparte, ensenada del océano Índico en la costa australiana. Podían haber dado su nombre a una cordillera, a un mar, a un río, a un estrecho incluso. Pero no, los mapas lo designan como un golfo, prueba de que los cartógrafos también son insidiosos: el hermano del emperador era un varón de costumbres morigeradas.

Se conmemora estos días por todo lo alto, y con toda justicia, a los héroes del Dos de Mayo. Pero hubo muchos más héroes que los oficiales. España estaba siendo maltratada por Carlos IV y por su hijo, ambos impresentables. Era la ocasión para librarse de ellos y de todos los suyos. Los afrancesados eran ciudadanos razonables que no podían soportar más tanta indecencia política e intelectual. Tuvieron que sufrir lo que no está escrito. Años más tarde, cuando volvió el nefasto Fernando VII, muchos tuvieron que esconderse o huir a Francia (Goya, por ejemplo) con la amargura de comprobar que volvía el zorro a cuidar del corral hispano. No sabemos lo que hubiera pasado si José I se hubiera mantenido largos años en el poder. Lo que sí sabemos es que Fernando VII convirtió al XIX en uno de los siglos más tristes y azarosos de nuestra historia.

El siglo XX sí que fue afrancesado: un Franco nos estuvo tocando las narices 40 años. La historia está como una cabra. Desde el más allá, o desde donde sea, José Bonaparte intenta que no se le note la risa estoica.

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