_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El golfo de Bonaparte

José Bonaparte, José I de España, fue un hombre sin suerte que intentó hace 200 años traer aquí la Ilustración, la Razón y la Inteligencia. Le salió el tiro por la culata al pobre. No le hizo caso su hermano Napoleón en cuestiones estratégicas elementales. Le desobedeció el sanguinario general Murat. El pueblo de Madrid, a sabiendas de que era abstemio, le apodó Pepe Botella. Y para colmo, la geografía universal lo menciona como un golfo, el golfo de José Bonaparte, ensenada del océano Índico en la costa australiana. Podían haber dado su nombre a una cordillera, a un mar, a un río, a un estrecho incluso. Pero no, los mapas lo designan como un golfo, prueba de que los cartógrafos también son insidiosos: el hermano del emperador era un varón de costumbres morigeradas.

Se conmemora estos días por todo lo alto, y con toda justicia, a los héroes del Dos de Mayo. Pero hubo muchos más héroes que los oficiales. España estaba siendo maltratada por Carlos IV y por su hijo, ambos impresentables. Era la ocasión para librarse de ellos y de todos los suyos. Los afrancesados eran ciudadanos razonables que no podían soportar más tanta indecencia política e intelectual. Tuvieron que sufrir lo que no está escrito. Años más tarde, cuando volvió el nefasto Fernando VII, muchos tuvieron que esconderse o huir a Francia (Goya, por ejemplo) con la amargura de comprobar que volvía el zorro a cuidar del corral hispano. No sabemos lo que hubiera pasado si José I se hubiera mantenido largos años en el poder. Lo que sí sabemos es que Fernando VII convirtió al XIX en uno de los siglos más tristes y azarosos de nuestra historia.

El siglo XX sí que fue afrancesado: un Franco nos estuvo tocando las narices 40 años. La historia está como una cabra. Desde el más allá, o desde donde sea, José Bonaparte intenta que no se le note la risa estoica.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_