Sin año
En pandemia todo queda abolido y el calendario sin fechas en rojo se desvanece como un espejismo


Se ha hablado, hasta demasiado para mi gusto, de los efectos apocalípticos o redentores que tendrá la pandemia actual en nuestra forma de concebir el trabajo, la política, la educación, las relaciones amorosas, la vida misma. Algunos descubrimientos me asombran especialmente, sobre todo el de quienes por fin han caído en cuenta de que somos vulnerables. Pase que Valéry tuviera que esperar a la Primera Guerra Mundial para establecer que “ahora las civilizaciones ya saben que son mortales”, cuando tantas y no de las menores habían muerto antes en el transcurso de los siglos. Pero que los seres humanos particulares, que llevamos pereciendo con insoportable frecuencia desde que tenemos memoria, necesitemos una infección pegajosa con apoyo en redes sociales para admitir que no somos indestructibles, me resulta exagerado. No me considero demasiado clarividente, pero llegué a esa conclusión cuando murió en casa la primera de mis abuelas, a mis ocho o nueve años. A partir de ese ingrato momento, miles de anginas, roturas de miembros, encontronazos con colectivos hostiles, fracasos eróticos y demás desengaños, han blindado mi opinión de que no soy precisamente el amo del universo ni tampoco me lo parecen mis semejantes. Casi envidio a quienes no llegaron a esta evidencia hasta su primera PCR positivo...
Yo lo que echo de menos tras el tsunami de la covid es la desaparición del año, esa unidad de tiempo fundamental que no está compuesta de días y meses sino de hitos que jalonan con sus expectativas el rodar de la vida: cabalgatas de Reyes, fiestas de las Fallas o de San Fermín, procesiones de Semana Santa (y su etílico reverso pagano), Feria del Libro, etc... Ahora todo queda abolido y el calendario sin fechas en rojo se desvanece como un espejismo.
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