Molinos de viento
Si destrozan el paisaje, que junto con el patrimonio natural es ya lo único que le queda a la España vacía como elemento de atracción turística, ya nada les quedará a los que aguantan allí salvo coger los trastos y emigrar
La lluvia de millones que va a caer sobre España procedente de la Unión Europea a fin de reanimar nuestra economía post-covid, y cuya mayor parte irá a parar al sector de la energía, ha puesto con las orejas tiesas a todos los empresarios que se disponen a disfrutar del mayor trozo posible del pastel. Es normal que así sea, pues el negocio es su razón de ser, pero lo que ya no es tan normal es que su beneficio vaya a llenar media España de aerogeneradores, placas solares y torres eléctricas y aún menos que quienes más vayan a recibirlas sean esas provincias que por su situación y falta de iniciativa o de ayuda pública soportan ya una pobreza endémica tanto en calidad como en cantidad de vida. La España desdeñada, como habría que llamar a la España vacía o vaciada para ser precisos, va a recibir, a juzgar por los miles de proyectos que se preparan en los despachos de las empresas eléctricas y constructoras, el impacto brutal de la instalación de esos elementos que afearán el paisaje e inutilizarán parte del territorio para otros usos y la estocada definitiva a sus posibilidades de desarrollo. Solo con los que ya se han presentado para su aprobación por parte del Gobierno se llenarán regiones enteras de molinos de viento y tendidos eléctricos, incluidas cordilleras de especial protección ambiental como la Cantábrica o la Ibérica, reservas de la biosfera incluidas, y millones de hectáreas de territorio.
Pero lo peor no es eso. Lo peor es que en orden a la consecución de la aprobación de esos proyectos, no sólo por la Administración, sino por la sociedad civil, sus promotores están llevando a cabo una campaña de publicidad que trata de convencernos a todos de que con su actividad van a ayudar a esa España vacía que recibirá la mayor parte de las instalaciones a remontar su declive y recuperar su población. Con las migajas que recibirá de los beneficios totales por soportar el impacto de miles de molinos, huertos solares y tendidos eléctricos, la España desdeñada, según ellos, se convertirá de repente en rica atrayendo hacia ella a los que la abandonaron, incluso a otras personas de otras zonas. Ojalá estuvieran en lo cierto, pero todo hace pensar lo contrario: que si el paisaje, que junto con el patrimonio natural es ya lo único que les queda a muchas de ellas como elemento de atracción turística, se lo destrozan, ya nada les quedará a los que aguantan allí salvo coger los trastos y emigrar.
En el episodio de los molinos de viento del Quijote, cuando Sancho Panza y éste los avistan a lo lejos, dice el caballero andante: “La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o pocos más desaforados gigantes, con quien pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que esta es buena guerra”. La experiencia de don Quijote debería servirles a todos esos ilusos que confunden hoy de nuevo los molinos de viento con gigantes y las torres de alta tensión con el maná de la Biblia, ese que Dios reparte a manos llenas entre los que creen en él. Eso o la frase de aquel hombre que contestaba a la televisión a propósito de la instalación en su pueblo de un cementerio nuclear: “Si fuera bueno no lo traían aquí”.
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